oda la discusión en torno a la construcción (ya en marcha) del Nuevo Aeropuerto Internacional de Ciudad de México, que se erigirá donde alguna vez los pobladores de Atenco padecieron la persecución de un presidente, cuando Vicente Fox supuso que bastaba con chantajear colonos para obtener sus tierras; después la violentísima represión de un gobernador (Enrique Peña Nieto), que indujo las mayores atrocidades para impedir el movimiento y, finalmente, la cacería por medio del crimen organizado implementada por otro gobernador (Eruviel Ávila), parecería ya situarse en el centro de la contienda presidencial. Se trata de una inversión que, inicialmente, asciende a más de 13 mil millones de dólares. La cifra equivale, valga el paroxismo, a una bestialidad. El presupuesto anual conjunto de varios estados de la República.
En días pasados, Morena advirtió que iba a impedir su construcción por medio de medios legales. Los presupuestos planeados de la inversión llegan a tal grado de tráfico de influencias (una simple tuerca puede llegar a costar ahí 30 pesos), que ameritarían amparar a la propia Federación para poner el asunto bajo revisión pública. Y tan sólo se trata del presupuesto inicial. Son obras que, en el proceso de su edificación, pueden llegar incluso a doblar sus gastos planeados previamente.
Si alguien esperaba que AMLO mordiera el anzuelo de un escarceo mediático, al parecer el que lo mordió fue Peña Nieto. Se trata, dijo el inquilino ya saliente de Los Pinos –ya que las obras sólo se concluirán en 2019 o 2020– de un compromiso que el próximo gobierno debe asumir. Y Meade, con su peculiar deslucidez, trabó el argumento central: ¿qué inversionistas podrían confiar en el país si no se mantienen los compromisos heredados?
La pregunta elemental es: ¿por qué mantener el compromiso de una inversión que incluye, por lo menos, 35 por ciento de comisiones y dádivas a quienes simplemente la tramitaron? Y la interrogante más compleja tiene otros alcances: ¿cómo regular las inversiones en megaproyectos de tal manera que el Estado quede blindado frente a su propio desfalco y, a la vez, que las consecuencias sobre la población no sean aniquilantes, tal y como lo han sido en la construcción del Aeropuerto Internacional?
No se trata de un caso aislado. Hay más de 300 megaproyectos en todo el país trazados a lo largo del mismo modelo
del aeropuerto ahora en discordia. Con excepción de muy pocos casos, la mayoría de ellos funcionan de manera impune, creando su propia órbita de incivilidad y afectando la vida ecológica, social y política.
Un modelo para desarmar. Pero: ¿cómo? Las salidas son mucho menos complejas de imaginar de lo que se supone. Incluyen al menos tres ingredientes.
En primer lugar, una reforma del Poder Judicial. Todas y cada una de las inversiones mayores que los poderes globales emprenden en el país deberían pasar por el escrutinio de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Requerirían incluso de su aprobación. ¿Una utopía? No, en absoluto. En Argentina, por ejemplo, fue el poder jurídico el que emprendió los juicios contra los militares que perpetraron las masacres durante la dictadura. En Brasil, ese mismo poder, mediante comisiones contra la corrupción, ha logrado desbancar a dos presidentes y otro más parece ya estar en camino. Incluso en Perú, hay mandatarios que han debido comparecer frente a los tribunales y pagar años de cárcel. La aberración de los fueros de los que goza la Presidencia mexicana es el principal dique que hoy impide la conformación de un Estado blindado contra su propia autodestrucción. Una reforma del Poder Judicial exigiría, en México, la absoluta voluntad de una Presidencia que le otorgue la altura de una función efectivamente pública.
En segundo lugar, una corresponsabilidad global que defina el carácter de los proyectos. ¿Otra utopía? No necesariamente. ¿Cuál sería el costo de establecer una serie de rondas con el gobierno canadiense para que exija a sus empresas mineras que se conduzcan en México de la misma manera que lo hacen en Canadá? Existe la seria sospecha de que las empresas petroleras globales han financiado durante años el colapso de la imagen de Pemex para mostrar la incapacidad del gobierno a la hora de administrar sus propias empresas. Colapso que ha pasado por el financiamiento de huachicoleros, el incendio de pozos marítimos, el sabotaje a las refinerías mexicanas. ¿No se podría por lo menos plantear insistentemente el caso en la OCDE? ¿Qué otro sentido tiene participar en esos organismos? La tecnocracia mexicana ha hecho caso omiso de una política de mínima responsabilidad nacional, todo con el fin de abrir la posibilidad a las empresas de más alto riesgo en el mundo. Y ya se sabe, donde aumenta el riesgo, aumentan las utilidades,
Y en tercer lugar, un nuevo activismo, social, comunal, ecológico, civil. Sin la participación de las comunidades afectadas, sin el apoyo de las instituciones a sus derechos, los poderes globales deambulan sin perturbarse en la libertad el laissez faire. Pero como lo dijo uno de los más insignes liberales ingleses: el laissez faire al poder es el camino garantizado a la barbarie.
Por lo pronto, cada vez que Peña Nieto abre la boca para morder el anzuelo, su correligionario Meade pierde puntos en el rating electoral.