a anterior debería ser una apostilla innecesaria porque precisamente para eso se organizan y se celebran los debates, pero los antecedentes que al respecto tenemos en México no son lo suficientemente satisfactorios como para dar por sentado que ese ejercicio cumplirá efectivamente con su cometido. Formatos poco funcionales, intervenciones más cercanas al monólogo que al intercambio de ideas o a la discusión franca, predominio de la descalificación personal por sobre las diferencias de enfoque, y una escasez generalizada de ofertas concretas para el electorado han deslucido las anteriores versiones.
No habían empezado mal; sin embargo, el primero de ellos, efectuado en mayo de 1994 con la presencia de Ernesto Zedillo, por el PRI; Diego Fernández de Cevallos, PAN, y Cuauhtémoc Cárdenas, PRD, fue más un conjunto de exposiciones individuales que un debate; a fin de cuentas sirvió para dejar claro el perfil de cada uno de los participantes, y (un poco menos) los puntos que los diferenciaban en términos políticos y socioeconómicos.
Al segundo debate acudieron Vicente Fox, por la Alianza por el Cambio, el priísta Francisco Labastida, nuevamente el perredista Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo por el Partido Auténtico de la Revolución Mexicana, Gilberto Rincón Gallardo, por el Partido Democracia Social y Manuel Camacho Solís, del Partido Centro Democrático. El encuentro fue más desarticulado y más teñido de pintoresquismo que el anterior (Labastida, por ejemplo, se quejó de que Fox lo había llamado mariquita
, chaparro
y mandilón
, y el propio Fox no se privó de hacer media docena de comentarios burlones). En las dos versiones siguientes (2006 y 2012) tampoco se logró el objetivo de generar un auténtico cruce de ideas; en cambio se reprodujeron los momentos chuscos (a raíz de uno, el entonces Instituto Federal Electoral ofreció disculpas a la ciudadanía por el desacierto de producción asociado a la vestimenta de una edecán
), que a la postre llamaron más la atención que las exposiciones de los candidatos.
No hay unanimidad acerca de la utilidad de los debates presidenciales ni para los candidatos ni para los votantes, pero en todo caso está claro que las autoridades electorales no han encontrado todavía el formato adecuado para el cotejo de ideas entre los participantes y para que el aspecto propositivo supere definitivamente al anecdótico. Es de esperar que en esta ocasión el Palacio de Minería, la Universidad Nacional de Baja California y el Museo del Mundo Maya –respectivas sedes de las tres partes en que se dividirá el debate de este año– sean escenario de una discusión donde quienes pretenden ocupar la más elevada magistratura de la República se muestren a la altura de sus aspiraciones y no apelen al cuestionable recurso de la descalificación.