a electorera estrategia del oficialismo priísta quedó en la estacada. Ir hacia delante en la andanada contra Ricardo Anaya sería entrar en una zona de violencia político-judicial de resultados altamente dañinos. La misma vida democrática saldría afectada en varios temas vitales. Por el otro lado, tratar de calmar la agitación inicialmente provocada desde el poder equivaldría a retroceder o capitular.
De cara a los datos disponibles hasta el presente, se ve un panorama bastante claro: el intenso golpeteo no parece haber afectado al panista. En cambio, el desgaste para el gobierno y su partido aparece como dañino proceso en marcha. Y por si esto fuera lo único conseguido, hay urgencia de resaltar otras consecuencias paralelas de importancia. Una apunta hacia el estancamiento o franco retroceso de la campaña priísta. La otra: el avance que logra el puntero de la competencia, al parecer, consolida su tendencia. Malas noticias para la intentona de bajar al segundo lugar para situarlo a tiro de piedra del tercero y superarlo después.
No queda más que resignarse: absorber el daño ocasionado o, de plano, insistir hasta el mero final y sacarlo de la pelea. Desde cualquier ángulo que se le enfoque, el panorama no es nada halagador para el oficialismo priísta. La disputa en curso no exonera al panista Anaya de manera alguna. Es posible que, para obtener las utilidades en la compraventa denunciada con gran alboroto, haya incurrido en varios ilícitos punibles.
¿Qué tanto del golpeteo a la credibilidad de Anaya se pudo conseguir? Es indudable que algo de tan insistente alegato pendenciero se insertó en el imaginario colectivo. La entera campaña de Anaya trató, hasta hace muy poco, de establecer una voz confiable que llamara a un cambio hacia la modernidad, cualquiera que esta segunda parte de la propaganda pudiera implicar. Había entonces, según el joven queretano, que recalar en la buena nueva: ¡el PRI ya se va! Lo perdieron sus trapacerías deshonestas, completaba. Para sostenerse en esta tesitura había que partir de la propia rectitud financiera a prueba de calumnias. Y fue, precisamente en este peliagudo asunto, donde el tajo difusivo ocasionó herida de consideración. Anaya sale tambaleándose del callejero pleito con su otrora cercano cómplice. La defensa que han ensayado los panistas, aliados con parte de la sociedad informada –comentocracia– radica en rechazar, de manera tajante, el uso de las instituciones para golpear a un civil que, además, es candidato a la Presidencia de la República. El éxito conseguido ha sido, en este capítulo, respetable. El PRI-gobierno emerge de este embrollo sumamente erosionado. No se trata ya de cuestionar solamente la intervención de la PGR –o la Secretaría de Hacienda (SAT)– para divulgar investigaciones tendenciosas sobre Anaya. Se trata de parar al mismo presidente Peña como orquestador de la embestida.
El supuesto, muy en boga en el mundo mediático, de que, una vez completada la tarea de eliminar a Anaya, el poder se enfocaría en el adelantado de la competencia, AMLO, tiene que ser revisado. Para esta aventura de Estado se emplearían todos los recursos disponibles, no sólo la judicialización de algún ángulo inventado o real. Hay que considerar entonces la ya muy tocada capacidad del mismo gobierno y su figura principal, el presidente Peña. Mucho de lo conducente dependerá del resultado final del conflicto en marcha entre el gobierno priísta y la coalición PAN, PRD, MC. En medio del susodicho proceso ha salido a relucir, con lujo de detalles y crítica comparativa, la causa enderezada hace años (2005) contra el entonces jefe de Gobierno del DF. El desafuero montado con el uso faccioso de las instituciones de justicia (incluida la Suprema Corte) ocasionó, para la misma presidencia del panista Vicente Fox, pasar a la narrativa de esos hechos como derrotado mandadero de la plutocracia. Una comprobada como alebrestada chachalaca, pues. De las múltiples complicidades que ese suceso exigió se pudo acuñar el preciso término de mafia del poder
Retornar a esos malignos hechos para dirimir la competencia electoral implicará arriesgar, de manera irresponsable y posiblemente estéril, la endeble estabilidad y paz de la nación.