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Una revolución contra corrupción y neoliberalismo
E

n su Historia de la Revolución rusa, Trotsky dice que la historia de las revoluciones es la de la irrupción de las masas en el gobierno de sus destinos. En los tiempos normales el Estado está por encima de la nación y la política la hacen los especialistas; pero cuando el régimen establecido se hace insoportable para las mayorías, éstas rompen las barreras que las separan de la palestra política, derriban a sus representantes tradicionales y, con su intervención, crean un punto de partida para un nuevo régimen.

Esta irrupción tiene una característica que Trotsky resalta: Las masas no van a la revolución con un plan preconcebido de sociedad nueva, sino con un sentimiento claro de la imposibilidad de seguir soportando la sociedad vieja. Dicho de otro modo, las mujeres y hombres que deciden, de manera consciente e individual, sumarse a una revolución pueden no saber exactamente qué quieren para después de la revolución, pero saben perfectamente qué es lo que no quieren, lo que no aguantan más, los agravios –diría Barrington Moore– que ya no están dispuestos a soportar.

Nuestros estudios de los tres grandes procesos de revolución social en la historia de México muestran con claridad esta condición. Así, los 20 o 30 mil indios laboríos, mulatas, esclavos que se lanzaron masivamente a la rebelión en el Bajío en septiembre de 1810, y que contagiaron su rebeldía vastas regiones de lo que hoy llamamos México, sabían muy bien contra qué se levantaban: la esclavitud y los tributos, que fueron abolidos desde un primer momento por Hidalgo, abolición confirmada por Morelos. Hace poco, Luis Fernando Granados nos contó que la Independencia como proceso social desde abajo sí resultó en una modificación sustantiva de la relación colonial. En el Bajío, los campesinos sin futuro que se lanzaron masivamente a la revuelta, se convirtieron en rancheros que se alimentaban a sí mismos y no a los amos y a las minas. La insurrección de 1810 rompió el orden colonial. Al mismo tiempo, otros grandes historiadores, como John Tuttino y Antonio García de León, nos han mostrado que el modelo capitalista basado en la plata había llegado a su fin, a un colapso irremediable, mientras arrancaba la era industrial en 1790-1810. Cuando la hueste que acompañaba a Hidalgo destruyó el modelo de hambre y esclavitud de la mina-hacienda, en realidad sólo le dieron la puntilla a un modelo caduco, ya en bancarrota.

Un siglo después, cuando los rancheros de Chihuahua se levantaron en armas contra Porfirio Díaz, en noviembre de 1910, aprovechando el llamado a la revolución de Francisco I. Madero, sabían muy bien contra qué lo hacían. Las quejas y las protestas que esos mismos rancheros, vaqueros, mineros y trabajadores alzaron contra el gobierno entre 1890 y 1908 son muy claras, y se repiten en sus proyectos de transformación nacional escritos entre 1911 y 1916: la dictadura (el autoritarismo que sufrían desde la escala municipal) y el latifundio. Ese doble rechazo está en la base de su futura alianza con el zapatismo y de su proyecto de revolución popular.

Si en 1810-1815 los mexicanos se levantaron contra la esclavitud y el tributo y en 1910-1916 contra la tiranía y el latifundio (la gran revolución liberal de 1854-1867 es más difícil de sintetizar), ahora millones de mexicanos se suman a una insurgencia pacífica en marcha contra la corrupción y el neoliberalismo.

La corrupción la entendemos no sólo como la generadora de un enorme boquete en la economía nacional, sino también como la generadora de impunidades y complicidades que han hecho de regiones enteras territorios sin más ley que la de las mafias, y del resto del país territorio de la violencia y la impunidad de los violentos y los corruptos (salvo algún chivo expiatorio de tanto en tanto).

Por neoliberalismo entendemos una política que ha favorecido a un puñado de privilegiados (baste recordar cuánto pagan de impuestos las corporaciones cuasi monopólicas, datos de hace cinco años: Telmex, 6.5 por ciento; Televisa, 5.4 por ciento; Walmart, 2.1 por ciento); así como el número de pobres: en 2010, después de 30 años de neoliberalismo, de ajustes estructurales, de reformas, de su cantada estabilidad, apenas 19.3 por ciento de la población puede considerarse no pobre: 11.7 millones de mexicanos viven en la extrema pobreza; 51.9 en la pobreza y 32.2 millones están en situación de carencia. En 2010 había 10 millones más de pobres que en 2006 (los datos del desastre).

Por neoliberalismo entendemos la destrucción del Estado como garante de los derechos, de los derechos individuales (a la vida y la seguridad en primer lugar), los derechos sociales (conquistados por la revolución: derechos a los recursos, al trabajo, a la educación, a la salud), los derechos culturales y los derechos de las minorías.

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