n la conspicua y reciente fotografía de ex secretarios de la hacienda pública destacan dos personajes. Uno, formado fuera de los circuitos internos de esa burocracia y llegado ahí con la ambición de asaltar el poder. Otro, que transitó por varios de sus conductos y niveles para, después, emprender una que ha resultado azarosa y singular aventura. El primero, Luis Videgaray C., llegó sin pasar lista entre los rangos inferiores y, por tanto, sin los pergaminos de rigor que le sustentaran su tentativa de tan alto vuelo. No era, sin embargo, extraño a esa grey de iniciados financieros. Exhibió, como muchos de ellos, título de doctor en economía por universidad estadunidense de prestigio. Siendo diputado se ocupó de los trasiegos presupuestales que lo familiarizaron con el oficio hacendario. Habría que añadir sus anteriores funciones como secretario de Finanzas del Edomex. Fungió, durante cierto tiempo, como asesor externo a ese gobierno estatal en similares asuntos. Siempre alejado del bullicio popular ganó la entera confianza del, en ese entonces, aspirante priísta que lo llamó a su campaña. La palanca empleada por Videgaray en su intento de escalar hacia la cúspide fue la indispensable designación presidencial. Era ya para entonces el capitán de un equipo en imponer sus designios y primacías de mando.
J. A. Meade K., en cambio, dio un largo rodeo por distintos escalafones y variadas funciones para situarse, de buenas a primeras, casi de sopetón, como candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI). No parecía abocado a tan ajena tarea política. Sin embargo, el pronunciado deterioro en la imagen de esa añeja agrupación y del mismo grupo toluqueño, lo situaron en la mira de los que habrían de conducirlo a esa alta posición. Lo lanzaron entonces al ruedo con el título de candidato externo, ciudadano pues.
El tránsito de Videgaray fue accidentado: tropezones y avances considerables que lo trocaron en personaje controvertido. La élite del sector privado resintió, como traición, una finalmente mermada reforma fiscal con inequívoco patrocinio de don Luis. Es posible que resintiera, en carne propia, los retobos de quienes debían ser sus aliados claves. Aun así siguió adelante en su abierta disputa palaciega por prevalecer como candidato priísta indiscutible. Bien apalancado, se situó justo en medio del ánimo presidencial, su fuente de apoyo básica, pero lugar sensible a elevados riesgos. Asumió estos últimos con una seguridad rayana en inminente implosión de sus apuestas presidenciales. No cesó en el empeño y desplegó intensa y extensa actividad política. Uno de esos menesteres, no propios de su función, lo situó en el ojo del huracán: la cruenta lucha electoral estadunidense. Videgaray había encontrado una posible llave que, pensó, le abriría puertas para consolidar sus opciones: el yerno del señor Trump. Y no titubeó en dar uso a tal contacto. Fue, andando los siguientes acontecimientos, su accidentado error mayúsculo. La remoción de su posición como secretario de Hacienda fue obligada a pesar del desamparo en que dejó a su jefe y promotor. Pero don Luis no se quedó en la orilla o se marchó al exilio. Siguió ejerciendo determinante influencia en las preocupaciones de un Peña Nieto cercado, atorado y muy disminuido. Retornó al gabinete, pero esta vez sin los arrestos para encaramarse en la cúpula. Entrevió, entonces, una ruta alterna para prevalecer dentro del privilegiado cuarto de las decisiones cupulares del país: apadrinar a un sustituto, confiable amigo de sueños juveniles universitarios.
Apareció entonces J.A. Meade. Como sustituta promesa para alcanzar un huidizo triunfo electoral que colmara sus ambiciones. Y el grupo de tecnócratas hacendarios mudó intereses y apoyos hacia su persona. Todos a una, depositaron su tocada confianza en el ya disminuido capitán de otro tiempo. Sabían, con seguridad de observadores acuciosos del trasiego palatino, que Videgaray todavía poseía los instrumentos de persuasión necesarios. Y pusieron manos a esa obra inacabada: derrotar otras tentativas políticas. Juntaron las desanimadas fuerzas y lograron avanzar a costa de otros suspirantes, mejor situados dentro del partido que habría de catapultarlos. Se presentan, de esta sucinta manera, las andanzas de una clase especial de oficiantes del poder nacional: la tecnocracia financiera. Llevan consigo prestigios y reconocimientos abundantes para ir tras el puesto añorado por sus antecesores.
¿Qué tanto lograrán penetrar en las simpatías populares? Está por verse.
Hasta el momento actual no parecen tenerlas consigo. El favor popular es escurridizo y alejado de las capillas y las fórmulas de la parafernalia financiera.