l reciente fallecimiento, a sus 91 del magnífico chef Paul Bocuse constituyó en Francia un evento casi histórico. Esto podría causar asombro, pero sería mal conocer las pasiones francesas, así como la cultura y la ideología de este viejo país. El arte de la cocina, puesto que para los franceses se trata de un arte, es un elemento esencial de su cultura y sus tradiciones. Este pueblo, donde tantos campesinos trabajaron muy duro durante siglos para alimentar a quienes poseían los medios para sentarse a una mesa bien provista, no podrá olvidar nunca el culto que profesa por los mejores productos de la tierra. Labranza y pasturaje son las dos mamas de Francia
decía Sully, ministro del rey Henri IV.
Era un honor y un privilegio, durante el antiguo régimen, poder asistir, aunque fuese de lejos y de pie, a la comida del rey, sentado a su mesa para gozar de su apetito pantagruélico. El espectáculo debía bastar a la dicha del pueblo. Así se preparan las revoluciones. Los actuales mandatarios, monarcas, presidentes o dictadores no regalan al pueblo con la asistencia a sus banquetes, aunque dejan penetrar a las cámaras de televisión en los lujosos comedores de los palacios que les sirven de residencia. Momentos cortos filmados para los noticiarios con el objeto de exponer sus relaciones con otros jefes de Estado. Desde luego, no se les ve comer. Sólo se les ve de pie para emitir un discurso preparado por los asesores. En ocasiones, los encargados de la prensa revelan los nombres de los suculentos platillos servidos por un ejército de meseros y preparados por chefs encargados de la cocina principesca de los dirigentes políticos.
Si en su restaurante de Lyon, el llamado Papa de la gastronomía francesa recibió a monarcas, financieros y artistas, Bocuse conservó su independencia y su simplicidad. Supo extender su imperio gastronómico a otros países a través de restaurantes y venta de productos culinarios. No sin humor, declaró con sencillez: Tengo tres estrellas, tres operaciones de las coronarias y siempre tres mujeres
, las cuales se llevan muy bien entre ellas.
Productos simples pero escogidos con esmero le sirvieron de base a una cocina tradicional que supo realzar con sus salsas y su creatividad. Para Bocuse la comida comienza a prepararse cuando se hacen las compras. Su modestia le hizo pedir a su hijo que no se le hicieran homenajes: sus funerales fueron, como él lo quiso, sin asistencia de políticos, aunque sus amigos chefs prepararon un banquete especial en su honor.
Si el triunfo de Bocuse es excepcional, en la tradición culinaria francesa existen otros momentos históricos. El más famoso es sin duda el de François Vatel. Evento trágico, la marquesa de Sévigné narra en una carta inolvidable la muerte o, más bien, el suicidio de este gran chef cocinero, organizador de fiestas y festines fastuosos, jefe de protocolo, intendente, encargado de los fuegos artificiales en el castillo de Vaux-le-Vicomte de Nicolas Fouquet, superintendente de Louis XIV.
El lujo de los festejos organizados en honor del rey por Fouquet: cinco servicios en vajilla de oro masivo, música de Lullí y representación de Les Fâcheux de Molière, desencadenó los celos de Louis XIV, quien decidió la caída del superintendente. Vatel huye a Inglaterra temeroso de ser arrestado.
De regreso a Francia, Vatel entra al servicio del príncipe de Condé. Durante un festejo de tres días en Chantilly para agasajar al rey y a su séquito versallesco de 3 mil personas. Vatel prepara las festividades, pero el pescado fresco llega tarde. Su honor perdido, este artista y chef se suicida a sus 40 años arrojándose sobre su espada justo cuando el pescado llega.
No puedo dejar de recordar con emoción el rostro de mi amigo José Emilio Pacheco, a quien dedico estas líneas, cuando se sentaba a la mesa, en París o en México, y devoraba con los ojos los platos de Bellefroid y míos, mientras gozaba los suyos con una delicia sensual.