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El salinismo: ¿el fin que se acerca?
Q

uien examine la época en que Lula y Dilma en Brasil y el Frente Amplio en Uruguay intentaron durante años –y siguen intentando en Montevideo– encontrar salidas a los paradigmas definidos por el Consenso de Washington, se asombrará de ese discurso que daba por sentado que la era de las reformas estructurales era ya parte del pasado. Temer en Brasilia y Macri en Buenos Aires llegaron para revivir esa política de la década de los años 90 que provocó tantas catástrofes en ambos países (basta recordar los días aciagos de El Corralito). Y ninguno de los dos lo ha logrado del todo, ni tampoco hay visos de que lo logre. Ni la sociedad política brasileña, ni los empresarios argentinos parecen hoy entusiasmados con las promesas de la apertura, las privatizaciones y las estrategias de control a través de la criminalización de la vida pública. El neoliberalismo, esa suerte de modernización salvaje del capitalismo, el cual podría definirse como una revolución pasiva (Gramsci dixit) –al igual que el liberalismo en la segunda mitad del siglo XIX– es hoy un modelo cansado, puesto a prueba por demasiados fracasos extenuantes, por agravios demasiado profundos.

En México, su historia ha sido del todo peculiar. Los historiadores tendrán que fijar aún la fecha de sus inicios –¿1983?, ¿1985?, ¿1989?– pero no hay duda de que sus principales dispositivos, discursos y técnicas de gobierno se gestaron durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari. El salinismo –que tal vez debería llamarse el salinato, por la enorme carga autocrática que trajo consigo– ha sido el intento más prologado –tres décadas ya– que el país ha vivido en su historia moderna –incluido el siglo XIX– de forzar, con los medios más inclementes, el disciplinamiento de la sociedad mexicana a las reglas y las condiciones del capitalismo contemporáneo. Uno muy distinto al que emergió después de la Segunda Guerra Mundial, cuya capacidad de reciclarse y restituirse permanentemente escapa a nuestra comprensión, como lo muestran tantos ejemplos después de la crisis de 2008, no sólo en Brasil y Argentina, sino en la Inglaterra de Theresa May, en Francia con Macron y en España con Rajoy.

Y sin embargo, desde hace por lo menos cuatro años, mucho antes de que Donald Trump llegara a la presidencia de Estados Unidos, los vientos parecerían empezar a tomar una dirección distinta. Hoy difícilmente se escuchan –como en la reunión anual de Davos– las plegarias por agilizar la globalización, ni las preguntas de cómo romper barreras y fronteras, o cómo alcanzar formas de gestión que hagan de la magia negra de las inversiones el centro del horizonte de expectativas. Por el contrario, de lo que se habla es de naciones cada vez más amuralladas, de cómo reanimar lo social y la casa propia, y de las formas diversas de la auto-sustentabilidad. El centro de lo que viene es cada día más visible: nuevas formas de proteccionismo, que la Casa Blanca –como botón de muestra– ya puso en práctica en estos días con el severo aumento unilateral de los aranceles sobre sus importaciones de lavadoras y paneles solares. Por cierto, la respuesta de los tres bovinos que hoy quedan en la presidencia mexicana –son como animalitos rumiantes frente al incendio que los rodea– alcanzó el grado de una escena de los Tres Chiflados: ¡solicitar amparo por violaciones al TLC! Lo que sigue ahora sería pedir audiencia al juez imaginario que nunca existió desde 1994.

Lo que asombra en la historia del salinismo es su capacidad de continuidad y de ensamblar frente a las más disimiles circunstancias su unidad interna. Un ensamblaje que llevó al Partido de Acción Nacional al momento más triste de su historia, el calderonismo, que redujo lo político a la gestión de una guerra incivil. Son esta continuidad y esta sui generis unidad, que sólo se explican como la expresión de una élite disciplinada desde el exterior, las que han llevado a sus diversos adversarios, primero el neocardenismo en la década de los años 90, y ahora el lópezobradorismo desde 2005, a formar coaliciones cambiantes y siempre inestables. Coaliciones emergidas en parte desde el extravío de las fuerzas excluidas por la larga permanencia del mismo bloque en el poder.

La pregunta es, por supuesto, que sucedería si en efecto AMLO lograse llegar a la Presidencia apoyado en un espectro de fuerzas como las que hoy lo apoyan ascendentemente. Faltan cinco largos meses para la elección. Pero la troika de Meade, Nuño y Lozano, que por definición excluyó a 80 por ciento del PRI de todo acceso a una promesa, y el asombroso desmembramiento del PAN, crean un panorama incierto para el tándem de la era salinista. AMLO enfrentaría, y el asunto es central, un cambio de paradigma en la lógica de la gobernabilidad global. Cambio cuyos síntomas toman por sorpresa cada día a quienes han repetido las mismas frases durante tres décadas. Digamos que es un giro favorable para desplazar a ese bloque de poder no como individualidades, sino como bloque en su conjunto. Probablemente como buenos priístas que son, lo interpretarían como el sexenio que les tocó irse a la banca. Finalmente, la esencia del priísmo reside en un axioma muy simple: no hay otro jefe más que el presidente en turno (sea del color que sea). Eso no va a cambiar.

El dilema central es un gobierno endeudado de tal manera que sus activos deben ser microscópicos. Y controlado a tal grado por los agentes de la globalización (la banca, el crimen organizado, los cárteles corporativos, los medios de comunicación, etcétera), que el espacio para allanar un cambio esencial debe ser absolutamente exiguo. Y sin embargo, el giro del escepticismo sobre la globalización (que a su vez es global) abre oportunidades inéditas. De su correcta lectura depende, en gran parte, la capacidad de volcar la política nacional hacia una ruptura con el salinismo.