l mirar la desolación, la destrucción y la muerte sembradas en nuestro territorio –ayer en Tamaulipas, Guanajuato (León, Celaya, etcétera), Zacatecas, Tlaxcala…–, no hacemos sino constatar que la irracionalidad se sigue enseñoreando en el país. Las desgarradoras imágenes de hombres ejecutados enterrados en fosas, secuestrados, grupos contra grupos de los cárteles no hacen esperanza, y dichas imágenes nos consternan al ver que la muerte se nos torna algo cotidiano.
La historia se repite, los dioses en turno, que viven en la indiferencia por el dolor de los otros y se están familiarizando cada vez más con el paisaje de los muertos sin nombre. El aire mortífero, irrespirable, penetrante, rodea el espíritu de estos seres poderosos que sólo piensan en mantener indemnes sus cotos de poder, su propia ley, la cual emana no de la razón sino de la omnipotencia, de la violencia sin límite, de la irracional desmedida.
Sangre llama sangre y cobra fuerza para futuras batallas. El poder parece no cansarse de la violencia, pero una inmensa mayoría de los habitantes de este enloquecido México está llena de miedo, indignada, herida, harta, sólo espera en silencio la inminencia de nuevos actos cada vez más violentos y descarnados.
Ante la amenaza de que volverá más violencia, ¿cómo detenerla? La población experimenta una especie de paranoia colectiva. Si bien la realidad justifica sentir pánico y se agregan y se entretejen con fantasías persecutorias (conscientes e inconscientes), fanatismo e ideas delirantes, todo esto puede conducir (dependiendo de cada estructura), a los actos más irracionales en un intento por dominar la angustia que llega a niveles extremos.
La parte más arcaica, más regresiva y más desorganizada del individuo aflora y los mecanismos habituales de defensa resultan ineficaces para mantener el equilibrio síquico. La violencia actual nos muestra un aberrante rompecabezas donde se ven implicados problemas raciales, económicos, políticos, cojeras y errores históricos, desigualdades y resentimientos ancestrales donde la razón y el valor de la vida humana parecieran situarse en el margen, al margen, en las fronteras, en el no ha lugar de la ley, en la fragmentación.
Inframundo en el que los fantasmas y los muertos (civiles inocentes y no inocentes) aparecen en incesante carrusel de escenas grotescas reales y fantaseadas, donde el pánico es el afecto predominante y la rabia nubla la razón, donde la muerte, las pérdidas y los duelos no dan tregua. Allí donde la palabra ya no puede dar cuenta de los horrores y la rabia ciega conduce a la sed de venganza y más violencia y el sujeto queda condenado al silencio.
Se habla de 200 mil homicidios en los 10 años pasados. Los candidatos a la Presidencia de la República no parecen tener una estrategia para combatir esta moderna plaga.
Individuos que al ser violentamente silenciados, si sobreviven a la masacre y a la destrucción, se convertirán en seres resentidos que intentarán infligir al otro la rabia y la violencia de la que ellos fueron víctimas. Violencia engendra violencia.