a economía de Estados Unidos no las tiene todas consigo. El debate sobre sus perspectivas se profundiza en el mundo. ¿Por qué? Porque lo que le pase a la todavía mayor economía del mundo afecta a todos. Algo similar, por cierto, empieza a considerase respecto a China. Segunda economía mundial. En unos años más bien pudiera llegar a ser la primera. Apenas un crecimiento anual real de un par de puntos más que la estadunidense lo permitiría. No requiere regresar a sus altas tasas de 2007 a 2015. En 2017, por cierto, creció por encima de 6 por ciento.
Claro que esa enorme economía deberá superar el lastre que representan sus esferas industriales antiguas y sus altas tasas de emisión de gases de efecto invernadero. Y superar esa tendencia a registrar bajos ingresos en los que ha sustentado buena parte de su crecimiento reciente. Según datos de la Oficina Nacional de Estadísticas de China (National Bureau of Statistics of China, en inglés) de 2002 a 2007 las remuneraciones perdieron siete puntos de su participación. De 54 al 47 por ciento del producto.
Es cierto –aseguran fuentes oficiales– que ha habido una recuperación, pero no se ha revertido ese descenso. Incluso se registran participaciones entre seis y ocho puntos menos que en Estados Unidos y en los países de la OCDE. En Estados Unidos, por cierto, se ha experimentado un descenso crónico de la participación de las compensaciones a los empleados. De su punto máximo en 1944 (52.6 por ciento del ingreso nacional) se ha llegado recientemente a un nivel promedio ligeramente superior a 42 por ciento. El descenso equivale a una pérdida de fuerza económica de los trabajadores del orden de 10 puntos del ingreso nacional en favor de empresas y gobierno.
No en balde especialistas estadunidenses críticos, que siempre conviene seguir (Duncan Foley, Fred Moseley y Anwar Shaik, entre otros), aseguran la creciente precariedad de la ocupación en la economía estadunidense. Una de sus manifestaciones –sólo una, aseguran– es ese descenso de su peso en el ingreso nacional. Se expresa –también y por lo demás– en alargamiento de la vida laboral, en intensificación del proceso de trabajo, en descenso drástico de las condiciones de vida y, entre otras cosas, en deterioro de las condiciones de cesantía, retiro y vejez. ¡Terrible ataque a las condiciones generales de vida de los trabajadores estadunidenses! Más aún de trabajadores migrantes, de color, jóvenes, latinos, entre otras minorías.
Se ve muy claro en las estadísticas laborales. Asimismo, se ve muy clara –y atrás de esta realidad laboral– la imposibilidad de evitar la tendencia a sobre equipar la economía. ¿A qué me refiero?, pues a la dificultad para evitar la evolución acelerada –cíclica en términos de crecimiento y decrecimiento– de la capacidad industrial instalada. Hubo un aceleradísimo proceso de mediados de 1993 a mediados de 1998. Mes tras mes se registraron tasas anuales de crecimiento de esta capacidad cada vez mayores. Llegaron a sorprendentes niveles de poco más de 7 por ciento en tasas anuales mes tras mes. Incluso, siguió creciendo del segundo semestre de 1998 a inicios del 2003, aunque ya con tasas cada vez menores. Sólo hasta la primavera de ese año 2003 –y durante pocos meses– surgieron tasas negativas.
La economía no soportaba
mayor instalación de equipos Crecía la capacidad ociosa. Y el desempleo. Y es que durante ese mismo periodo de crecimiento de la capacidad, su utilización se había mantenido arriba de 80 por ciento. Solamente un sorprendente 20 por ciento de capacidad ociosa. Dato impresionante para cualquier industria. Pero la crisis que inició en 1998, justamente con la desaceleración no sólo del crecimiento y la inversión, sino de los rendimientos y beneficios, llevó la capacidad ociosa a 26 por ciento a finales de 2001 y a un dramático 33 por ciento en junio de 2009.
¡Terrible lastre para la economía estadunidense, incapaz de superar ese ciclo de crecimiento acelerado y decrecimiento lento de su capacidad industrial instalada!, e incapaz de superar la retracción de beneficios y rendimientos que ocasiona. Incluso hoy, que el ritmo de instalación de activos industriales se ha atemperado, sigue siendo un problema crónico contar con no menos de 25 por ciento de capacidad ociosa industrial. Toda esta dinámica ha tenido su expresión –lamentablemente– en ascenso y descenso de desempleados.
Momentos de alta capacidad ociosa se acompañan de alto desempleo. Dos periodos lo muestran con nitidez. De 2001 a 2003 los desempleados llegaron a poco más de 9 millones. Durante todo 2010 el desempleo osciló entre 14.5 y 15.5 millones de personas. Ese mismo año se caracterizó por las mayores tasas de capacidad ociosa en la historia económica reciente de la industria estadunidenses, de casi 33 por ciento en los primeros meses. Actualmente esa capacidad ociosa casi arriba nuevamente al virtuoso
20 por ciento. Sin embargo, el desempleo no ha podido disminuir por debajo de los 6.5 millones de desocupados.
Lamentablemente se trata de una tasa superior a 4 por ciento del ejército laboral. Casi casi 9 por ciento si consideramos los trabajadores que pese a tener una ocupación, buscan otra, precisamente por la precariedad de su empleo. No es cierto que la relocalización de plantas industriales –automotrices preferentemente– logrará superar esta crisis y estas tendencias cíclicas.
Tampoco que con la salida del TLCAN se superarán estas tendencias seculares. Se trata –como se puede demostrar– de paliativos que la actual administración estadunidense utiliza demagógicamente. Los mismos especialistas estadunidenses lo han señalado. De veras.