o sé qué habrán pensado el reportero y sus editores en el diario El País al decidir publicar la nota sobre Guerrero del pasado martes 16 de enero (“La desaparición de siete jóvenes golpea de nuevo a la policía de México. Las familias acusan a agentes de Chilpancingo de ‘levantar’ en las fiestas de Navidad a los jóvenes: tres han sido encontrados vivos, dos muertos y de otros dos se desconoce el paradero”). Tampoco, lo que habrán pensado los lectores mexicanos de dicha entrega. Lo que yo sentí y razoné, si es que tal cosa es posible en esas circunstancias, es que se constataba una terrible sospecha: que vivimos en y bajo la barbarie y que ésta impone sus códigos y criterios para ordenar la vida de todos y no sólo de los que viven de manera inmediata bajo su yugo.
En una sola jornada, nos cuenta El País, siete jóvenes fueron detenidos, esculcados, asediados y al final asesinados por integrantes de diversos cuerpos policiacos del estado de Guerrero, sin mediar orden de detención, infracción o confrontación entre esas víctimas y los policías que realizaron el crimen. No fue en la penumbra, sino ante más de un deudo enterado del atentado; no en lo oscurito
sino en las calles de la capital del estado; no en un enfrentamiento armado o un intento de despojar a alguien de su mercancía sino impune, abiertamente, como si se tratara de un certamen de cacería, unos policías armados y poseedores de la autoridad de su placa y uniforme que, sin más, secuestraron a esos jóvenes, los pasearon, los recluyeron y luego los mataron. Punto.
Cuando ocurrió el horrendo crimen de Iguala, pensé que el Presidente debía pedir al Senado la declaración de desaparición de poderes en ese estado, como una condición para que el Estado pudiera actuar con legitimidad y soltura y esclareciera las responsabilidades de los diversos cuerpos represivos involucrados. No ocurrió así y a partir de entonces vino la avalancha de descrédito del Estado y el Presidente que define la situación hasta la fecha.
¡Fue el Estado! Se volvió consigna de orden y respeto y los esfuerzos por distinguir y diferenciar intervenciones y responsabilidades fueron vilipendiados, descalificados y hasta perseguidos por deudos y justicieros anexados al reclamo de justicia de los primeros. Todo se manchó y así siguió la vida, nunca exenta de vergüenza y dolor de muchos. Cobijados ambos por la curiosidad internacional a veces acompañada de algún rigor en las Naciones Unidas y otras organizaciones civiles responsables.
Se hizo fortuna con el infortunio y se usó a la desgracia como ariete para el juicio final del Estado y el gobierno en turno en que no pocos empeñan lo mejor de su ingenio. Sin solución de continuidad alguna; sin punto de llegada constructivo, el reclamo y juicio del Estado así montado sigue su curso y no deja indemne organismo alguno, de la sociedad civil o del Estado. Todos son, todos somos, culpables, parece querer decir el padre Solalinde, quien luego de informar a la sociedad del asesinato y quema de los muchachos fuese repudiado por las familias dolientes para al fin descubrir que había sido el Estado
.
En fin, que Guerrero no tiene fin y ahora tenemos enfrente el sacrificio inaudito de siete muchachos que o andaban de fiesta o venían de alguna. Y fueron parados por unos policías que optaron por otra cruel y sangrienta ceremonia. Por qué y para qué son preguntas fútiles. Porque como me dijera alguna noche don Julio Scherer en una entrañable cena en casa de David Ibarra y con la inolvidable compañía de Roberto Morales, se trata simple y horrendamente de la barbarie… Sin más, sin adjetivos, un sustantivo de horror y pavor.