adie puede, ni debe, estar satisfecho con la democracia existente en el país. Si se trata de los mínimos requeridos: que haya elecciones, que se cuenten los votos y que los cargos de elección se asuman, estos elementos, mal que bien, existen.
Más allá de esos mínimos estrictamente formales del quehacer democrático, las carencias siguen siendo enormes y muy evidentes. Y no se trata de partir de un ideal de democracia, esa no existe en ninguna parte. No puede sucumbirse a la tentación de crear la República.
Pero sí cabe reconocer que hay diferencias entre los sistemas y las prácticas democráticas en distintas sociedades. Las comparaciones tienen una limitación normativa y prevalece el aspecto fáctico, los hechos y la experiencia, la nuestra hoy y sus posibilidades que se muestran restringidas.
Tal vez, el rasero para apreciar el carácter democrático sea el de la legitimidad, la medida en la que una sociedad acepta el modelo de gobierno y sus consecuencias en la gestión de los asuntos públicos: el ejercicio del poder político, la legislación y la impartición de justicia. La legalidad, sea como sea, no es necesariamente legítima en un sentido político concreto. Esta condición está en vilo.
A esta cuestión debería añadirse la capacidad de liderazgo de quien comanda el gobierno y de aquellos que actúan como oposición. Liderar a una sociedad es un asunto que rebasa por mucho a la mera gestión pública, por buena que ésta sea. Consiste, esencialmente, en marcar los caminos posibles hacia un lugar mejor, que conformen la vida colectiva y que, por necesidad, involucran las vidas de los individuos que la componen.
Hay en un líder político, me parece, un elemento práctico que es ciertamente necesario, pero no es suficiente. Tiene que acompañarse de una capacidad para conducir las condiciones existentes en una dirección determinada que movilice las aspiraciones y satisfaga las exigencias de los gobernados. Eso no significa, por cierto, que se consiga o siquiera que se pretenda lograr la unanimidad de las voluntades; eso es imposible afortunadamente, incluso en la más radical de las tiranías; tampoco significa que se consiga el mayor bienestar posible.
En materia de gestión de los recursos que se generan y de la forma en que se distribuyen, así como de los fines y los proyectos a los que se asignan, nuestra democracia es débil. Por lo que hace a la movilización de la voluntad colectiva y la capacidad de construir un entorno de mayor cohesión social, parece serlo aún más.
Se hacen reformas que no cumplen con la oferta política que las motiva. Se elude la responsabilidad por la gestión del presupuesto; se opera un ambiente de muy poca trasparencia; se incumplen las responsabilidades y la ley en términos amplios, se alimenta de modo constante a la impunidad. El estado de la inseguridad pública es alarmante y la violencia crece sin límite. Hay, también, y es grave, un claro desgaste de las normas cívicas que hacen posible construir un nivel aceptable de convivencia en la sociedad.
Durante los próximos meses se desatará plenamente la lucha política por la sucesión presidencial. Las alianzas políticas y económicas ya están en la escena. Sería deseable que más allá del combate personal entre los candidatos y entre los intereses establecidos que esto representa y que es inevitable, hubiera también un poco de cordura para plantear al público un escenario más abierto que cambie las tendencias de desgaste político, económico, social, del medio ambiente y humano que no puede negarse que existe.
Para que eso ocurriera se necesita mucha capacidad política e intelectual por parte de los aspirantes a la Presidencia y los de los grupos que los rodean. También se necesita voluntad. Estos elementos parecen ser ahora bienes escasos, lo que es, ciertamente, una deficiencia sensible y entraña un costo cada vez más grande para la ciudadanía.
Elevar la plataforma del debate político sería cuando menos refrescante, también convocaría a un mayor involucramiento y una mejor participación de la población en el proceso político.
Hoy se requiere, además, de una capacidad de estadista para gobernar y liderar. No sólo por los antagonismos internos, sino por el cambiante entorno externo, especialmente en la relación con Estados Unidos, pero de modo más general en el mundo. Hay que superar decisivamente las tentaciones provincianas que existen en este sistema político y en quienes lo encabezan.
Me temo que estas pautas no son precisamente lo que se proponen los partidos políticos, sus candidatos a los puestos de elección popular, tampoco las instituciones públicas, ni la mayor parte de los medios de comunicación.
Lo que se anuncia es una repetición de una larga experiencia político-electoral, repetida sexenalmente y que no ha sido para nada alentadora ni positiva. Hay un cambio generacional que no deberíamos desaprovechar.
Así que lo racional en este momento político parece exigir que seamos pragmáticos ante la inminencia ya de otras elecciones.