a Plaza México prácticamente vacía vio partir plaza a Jerónimo, Juan Pablo Llaguno y al hijo de Antonio Lomelí, quien recibía la alternativa. La sensación de la plaza, vacía y congelada. La tristeza se me escapó y el dolor adquirió voz, poder decir mi locura en la magia de ese exceso; entre más allá del más allá, el vértigo de la nostalgia encontró el lenguaje de la música como aliento de esos derechazos interminables del desaprovechado Jerónimo, con ritmo de flores mexicanas. El torero en su ausencia se volvió presencia y no se permitió lo que debió haber sido una de las máximas figuras de nuestra torería.
Toros con cuajo y con lo que hay que tener a los que les dio la cara Jerónimo y los sometió. ¡Qué manera de recrearse en los derechazos interminables a un toro de corta embestida! ¡El enigma de lo desconocido! Faena de la accidentada corrida en la que estuvo a punto el joven Llaguno de irse a la enfermería después de que el toro lo levantó y literalmente voló.
En el coso quedaba un rastro de olor a sangre entre compases de música de pájaros en melódico diseño, que llenaban el aire de gotas de sonido martillante. Como martinete en noche sevillana que dejaron al niño maltrecho.
Con más ganas después de este revolcón lucía la faena de Jerónimo, que demostraba en su actitud la alegría de haberse encontrado con el toreo que lleva adentro y que suele aparecer en algunas tardes.
Terminaba la corrida y la nostalgia me invadía. ¿Dónde quedaron, aparte de Jerónimo, Federico Pizarro, Mario del Olmo y otros más que truncaron sus carreras? El domingo entrante otro desperdiciado que pudo ser, Ignacio Garibay.