espués del horrendo remake del sismo, el 19 de septiembre, los aniversarios graves comienzan a dar cosa. Al poco, en el 20 aniversario de la masacre de Acteal asomó el riesgo de su repetición mortífera en las mismas montañas de Chiapas. Así que podemos ver con cierta aflicción los aniversarios estelares de 2018: la insurrección electoral cardenista y el consecutivo fraude del salinismo emergente cumplen 30 años, y el trascendental movimiento estudiantil de 1968 llega al medio siglo. Dos hitos en la vida política, social y mental del país. Que el despojo al movimiento neocardenista se conmemore en caliente año electoral podría mover a cierta esperanza pero el proceso se percibe ominoso, incierto y, lo que es peor, insulso y fársico.
Recordaremos las admirables jornadas de 1968, cuando una juventud generosa y valiente tomó sus escuelas y salió a las calles por demandas claras que se resumían en una sola: libertad. La respuesta del Estado fue brutal. Todavía no se inventaban los derechos humanos y con trabajos el feminismo. Papá gobierno no necesitó leyes de seguridad interior ni protocolos para dar un golpe de mano castrense, asesinar, torturar y encarcelar a cientos de jóvenes, las mejores mentes de su generación (diría Allen Ginsberg) por el fantasioso delito de disolución social
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Aunque al poder no le agrade, la Historia ya juzgó y condenó al Estado mexicano de entonces. La derrota anímica del 68 terminó en una indiscutible victoria. Tanto que precisamente con Carlos Salinas de Gortari en 1988, una parte de esa generación entró al poder por la puerta del enemigo. Para conseguirlo aplastó por todos los medios necesarios
(receta de la CIA) la posibilidad de un gobierno no priísta. Esa banda no permitiría un giro nacional y popular justo cuando cocinaba el jugoso Tratado de Libre Comercio de América del Norte y nuestra subordinación a Washington, con los resultados conocidos. Nos metió al nuevo casino global de la economía y selló el destino de la que es ahora una de las naciones más peligrosas de la Tierra, sobre todo para sí misma, y la más desigual.
En vísperas de unos comicios que confrontarán a millones de mexicanos (y dejarán de lado a muchos millones más) sin que las ideas de ningún partido o candidato sean claras, el Estado, más fragmentado y monetarizado que en 1968, posee nuevos instrumentos legales y fácticos para darles su agüita a quienes juzgue conveniente. Controla los tres poderes de la Unión, incluso el Cuarto y el Quinto, como en los viejos tiempos; tiene una guerra
a su servicio, y un cómodo Pacto por México con cuyos rescoldos afrontará la discordancia que es Morena mediante los viejos fantasmas del robo electoral, el autoasalto al poder y la represión necesaria
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Las izquierdas que recordaremos en 2018 no se corresponden con sus secuelas partidarias. Se ha roto alguna clase de continuidad que persistía hasta el fin de siglo entre organizaciones políticas, movimientos sociales y corrientes de pensamiento. Que la lucha más sólida y la única resistencia que funciona hoy sea las de los pueblos originarios no era previsible en 1988, y menos en 1968.
En el apogeo del fugaz Partido Socialista Unificado de México (1981-1987), Christopher Domínguez Michael elaboró y mapeó un irónico Quién es quién en la izquierda mexicana (Nexos, junio de 1982). Describía las evoluciones de la izquierda múltiple y fragmentada que por primera vez convergía en una sola organización, más que un frente un partido comunista modernizado
y relativamente laxo. Por entonces, Domínguez Michael era una joven promesa del poscomunismo, nada que ver con el comentarista institucional y conservador, ni el influyente crítico literario que es, curado ya de espantos rojos.
Aquel ejercicio fue memorable, pero imaginar una actualización de esa genealogía resulta descorazonador. Los intrincados matrimonios, divorcios, fusiones, alianzas y disoluciones posteriores desembocan en una izquierda política con poder extraviada en la bruma; las líneas de su mapa desaparecen y lo misma da si los actores son porros o proceden de partidos y empresas ajenos al interés del pueblo.
Tal genealogía no sirve para la lucha popular que encarna los ideales y proyectos de la izquierda nacional nacida de la Revolución. Lo que existe no cabe en un organigrama, sucede en el mapa literal del país. En muchas localidades heridas respira una resistencia concreta contra el desastre que no pasa por los partidos, su fuerza está en las raíces, no en las siglas, y plantea con hechos que otro mundo es posible.