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¿Qué trama en Irán el superespía de EU?
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Iraníes que salieron ayer a las calles para respaldar al gobierno quemaron banderas de Estados Unidos e Israel, que han sido acusados por las autoridades de Irán de incitar a las protestas que estallaron el 28 de diciembre en el país y que han provocado al menos 21 muertos. La imagen, en la ciudad de MashhadFoto Ap/Tasnim
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a mayoría de nosotros conocemos esa extremadamente rara pero levemente escalofriante sensación, al ir por una calle, mirar una colina o escuchar una conversación, de que ya la hemos visto u oído antes. Tal vez en una encarnación anterior. O quizás apenas unos años atrás, aunque no logramos ubicar la experiencia en el tiempo.

Me llevó un buen rato antes de que un amigo en quien confío lograra señalar por qué la más reciente revuelta callejera en miniatura en Irán me parecía tan extraña. Y tan familiar. Y tan sobrecogedora.

Repasemos la secuencia de sucesos. Gran número de jóvenes despojados de sus derechos, pobres o desempleados tomaron las calles de una nación de Medio Oriente para quejarse de la pobreza, la corrupción del régimen y su falta de libertad… y pronto se volvieron contra sus gobernantes. Perfectamente justificado. Pero en cuestión de días se disparan armas de fuego contra opositores al gobierno, el cual sostiene el derecho del pueblo a manifestarse, pero advierte que quienes recurran a la violencia pagarán el precio. Por lo menos 21 personas –dos de ellas miembros de las fuerzas de seguridad– pierden la vida cuando los manifestantes responden a las tácticas de tirar a matar de los agentes armados del gobierno.

El gobernante más poderoso –apoyado por las milicias del Estado– se queja de que los disturbios son fomentados por extranjeros, traidores, espías. El líder más veterano del Estado reduce todo a dinero, armas, políticas y servicios de inteligencia. Estados Unidos, Gran Bretaña y Arabia Saudita son mencionados como los principales sospechosos. Y entonces vastas multitudes pro gubernamentales –que superan en número (si no en entusiasmo) a los manifestantes–, marchan por cientos de miles para condenar las protestas callejeras, sosteniendo sobre sus cabezas retratos de sus amados líderes. El régimen afirma que las protestas terminaron.

Los paralelos no son exactos –las similitudes lo son mucho más–, pero, ¿no es esto, palabra por palabra, lo que ocurrió en Siria en 2011? ¿No es el mismo escenario, la misma representación, el mismo argumento? Una masa de campesinos empobrecidos –aplastados por las absurdas políticas agrícolas de su gobierno– comenzó a manifestarse contra el gobierno de Assad, luego contra la corrupción, y más tarde –muy pronto– a exigir su derrocamiento, tal como se puede ver a los manifestantes en Irán hoy quemando carteles de Alí Jamenei, el líder supremo, y del presidente Hassan Rouhani. Las fuerzas de seguridad comenzaron a matar manifestantes. Y, mucho antes de lo que creíamos en ese tiempo, opositores al régimen armados empezaron a atacar en la primavera de 2011 a los militares sirios a lo largo de la frontera norte con Líbano, cerca de Homs y Dera’a.

De inmediato, el régimen de Bashar al Assad afirmó que una mano extranjera operaba detrás de los terroristas –palabra que el gobierno iraní no ha usado (aún) con respecto a sus opositores armados– y nombró a Estados Unidos y Arabia Saudita como conspiradores para desatar una guerra civil en Siria. Cientos de miles de sirios leales al régimen marcharon por Damasco cada semana ondeando carteles de Assad. Una y otra vez, el gobierno sirio se refirió a la crisis como cosa terminada.

No era así. Pero, pese a los esfuerzos de Washington y Riad (y el apoyo británico al cambio de régimen), Assad se sostuvo con la misma tenacidad con que el régimen iraní aplastó las protestas de 2009 después de la muy dudosa victoria de Mahmud Ahmadineyad en la elección presidencial (un hombre que tenía mucho en común con Donald Trump).

Ahora debo referirme a mi institución favorita, que cruje pero aún tiene relevancia, el Departamento de Verdades de a Kilo. No, Irán no es una democracia de estilo occidental cuando sus funcionarios deciden quién puede ser presidente y quién no. Pero cuenta con un parlamento que funciona genuinamente y, después de la experiencia de Donald Trump –para no mencionar la dudosa legitimidad de la victoria de George W. Bush–, comparar las libertades iraníes con las libertades estadunidenses tal vez no sea una gran idea en este momento.

Mi preocupación radica en la crueldad inherente de un régimen que puede enviar a una mujer joven e inocente al patíbulo mientras un funcionario de la prisión grita imprecaciones a su madre en el teléfono celular de la prisionera. Ya he dicho antes que las horcas manchan a Irán más que la centrífuga. Se puede negociar sobre una instalación nuclear; en cambio, no se puede revertir la muerte.

Tomemos, por ejemplo, a Delara Darabi –de apenas 23 años–, quien fue arrastrada al patíbulo en 2009, gritando a su madre por el teléfono celular: Oh, madre, puedo ver la nariz del verdugo frente a mí. Me van a ejecutar. Sálvame, por favor.

Delara había confesado falsamente haber matado al primo de su padre para salvar del verdugo a su novio. Mientras ataban a la pobre chica, el verdugo le arrancó el teléfono y dijo en tono de burla a la madre que ya nada podía salvarla. Después, ese mismo año, el entonces presidente Ahmadineyad me dijo que estaba en contra de la pena capital. Pero los jueces iraníes eran independientes del gobierno, proclamó. Yo no quiero matar ni una hormiga.

No hizo nada, por supuesto. Casi 700 seres humanos fueron arrastrados a la horca en 2015, otros 567 en 2016. Sin duda muchas de las víctimas eran narcotraficantes. Pero sus juicios fueron farsas y las ejecuciones contaminan a la República Islámica tanto como mancillan la autoridad de Hassan Rouhani, el hombre en quien expresamos confianza después del acuerdo nuclear con Teherán.

Pero ahora regresemos a esos persistentes paralelos entre Irán y Siria. La guerra israelí con Hezbolá en Líbano en 2006 fue un intento de destruir al aliado más cercano de Siria en Líbano y protegido de Irán. Fracasó. Hezbolá afirmó que había triunfado. No fue así, pero los israelíes perdieron. El siguiente objetivo fue Siria, en 2011. De allí en adelante sólo conocemos parte de la dolorosa y atroz historia. Pero Occidente –e Israel– perdieron de nuevo. Assad sobrevivió. Ha ganado, con la ayuda de esos molestos rusos, de Hezbolá e Irán.

Entonces, ¿es ahora el turno de Irán? Casi la misma táctica. El mismo guion. Los mismos enemigos que Arabia Saudita observa con deleite. Gran Bretaña murmura sobre derechos humanos –que son la contribución de Boris–, pero los estadunidenses chillan del lado de los manifestantes inocentes (aunque cada vez más peligrosos). El mundo está observando. Claro que sí. Pero lo que me deja perplejo es que, mientras Irán hace las acostumbradas acusaciones de conspiraciones estadunidenses, los medios estadunidenses –y los nuestros, para el caso– no han mencionado una sola vez en este contexto el nombre de un funcionario de la inteligencia de Washington que hace apenas seis meses fue lanzado al estrellato como el hombre designado por Trump para dirigir las operaciones de la CIA en Irán.

Qué extraño. Porque en junio pasado el New York Times perfilaba el nuevo papel del príncipe negro –o el ayatola Mike, como al parecer también le llamaron– como uno de varios movimientos dentro de la agencia de espionaje que apuntan a un enfoque más muscular a las operaciones encubiertas bajo la dirección de Mike Pompeyo. Irán ha sido uno de los objetivos más difíciles de la CIA, afirmó el periódico que publica todas las noticias dignas de imprimirse.

“El reto de comenzar a aplicar las ideas del presidente Trump recae en Michael D’Andrea, un converso al islam que fuma un cigarillo tras otro… Quizá ningún funcionario de la CIA tiene mayor responsabilidad en debilitar a Al Qaeda… Trump ha nombrado a los halcones del Consejo Nacional de Seguridad ansiosos de contener (sic) a Irán e impulsar el cambio de régimen, cuyo fundamento será muy probablemente instalado mediante la acción encubierta de la CIA”.

En los 11 años transcurridos desde los ataques del 11-S, señala el NYT, D’Andrea estuvo profundamente implicado en el programa de detenciones e interrogatorios, el cual produjo la tortura de cierto número de prisioneros y fue condenado en un informe del Senado, en 2014, por inhumano e inefectivo. D’Andrea asumió el Centro de Contraterrorismo de la CIA en 2006 y, según el diario, operativos bajo su dirección tuvieron un papel fundamental en la ejecución en 2008 de Imad Mougniyeh, uno de los más altos funcionarios de Hezbolá (aunque en semi retiro) en Damasco. Al parecer D’Andrea también fue esencial en el incremento del uso de ataques con drones en la frontera afgano-paquistaní.

Es, por tanto, un formidable adversario de los iraníes –así como de los sirios–, pero es extraño que no hayamos sabido de él en los meses recientes. ¿No le interesan los recientes acontecimientos en Irán? Claro que sí. Es su trabajo, ¿o no? Pero, ¿por qué el silencio? ¿Será que no logramos atar ningún cabo aquí? ¿Por pura casualidad existirá algún vínculo entre los servicios de inteligencia que hacen gemir al pobre Jamenei en Teherán y los servicios de inteligencia operados por Michael D’Andrea, el hombre que debe empezar a aplicar las ideas del presidente Trump?

No estoy muy seguro de que el mundo esté observando. Pero debería hacerlo.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya