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Regocijo y reciprocidad
Elisa Ramírez En los pueblos y comunidades —como en todas partes—, la fiesta es ocasión de regocijo, aunque también de gasto, de compromiso, de reciprocidad. A lo largo del año, se acude a fiestas de otros y se lleva limosna, ofrenda o trabajo: así se va acumulando la cooperación y la ayuda que se obtendrá a la hora de hacer el propio festejo. Es rara la ocasión en que el gasto completo corre exclusivamente por cuenta de quien ofrece la fiesta; no corresponde a la idea de mano-vuelta, trueque o comunidad. Por eso hay mayordomías, cofradías, padrinos, compadres y pactos tácitos pero muy rigurosos respecto a la cooperación que se ha dado o que se debe al otro. Tampoco se da el caso de alguien que se aparte por completo de todo festejo o celebración: la autoridad exige colaboración en los festejos civiles como el cambio de varas y la comunidad demanda cooperación en los festejos del santo patrón y en otras ocasiones. Lo demás, ya depende de la voluntad o posibilidad de cada uno. De allí el conflicto de quienes, por razones religiosas, no participan en las celebraciones tradicionales y se marginan de estas redes de obligaciones comunitarias. Las fiestas particulares —bautizos, bodas, quince años, velorios— corren a cargo de quien las ofrece y la cooperación está determinada por los compromisos previos de quien invita. Igual las fiestas de difuntos: aunque todos la hagan y participen con vecinos, parientes, compadres y amigos. El que fue invitado debe invitar a su vez: el compromiso es permanente. Las fiestas patronales o civiles involucran al mayordomo, el patronato o comisión, las autoridades. Los cambios de varas suelen ser las ceremonias más vistosas de las comunidades y pueblos indios, y coinciden casi siempre con el principio del año. En todas las fiestas abundan la comida y el grupo de cocineras y de ayudantes que traen leña, limpian, sirven, reparten y llevan las cuentas forma una red de servicios y favores muy puntual, que muestra las entrañas de las afinidades o rivalidades internas de los grupos o subconjuntos de una comunidad: una familia extensa, un vecindario, una cofradía. Hay comida para consumir y para llevar a la casa, a veces durante varios días. Cohetes y música y—sonido, en su defecto—, bebida y dinero se reparten y acumulan. Las fiestas propiamente agrícolas siguen los ciclos naturales de la siembra y la cosecha e involucran rituales, más que festejos propiamente —aunque se festeja, come, bebe y baila: se pide, se propicia, se ofrenda a la hora de preparar la tierra, de desyerbar o quemar, de sembrar, de cosechar primeros elotes, de pizcar, de guardar. Muchos de los rezos y pedimentos son en la milpa misma —en las mesas, en el centro del plantío donde están las “mazorcas madre”, en las trojes. La petición de lluvia —para reglamentar su frecuencia o atemperar su fuerza, para promover su oportunidad y cantidad —son una ceremonia muy común y ésta sí, suele ser lejos de la milpa. En la Montaña de Guerrero se pide la lluvia a San Marcos: se acude las cuevas, en procesión, con cohetes, flores, cera, comida, copales y demás ofrendas para implorar: que llueva a tiempo, que llueva bonito. Entre los chontales de Oaxaca, la lluvia se siembra: se lleva un poco de agua de mar hasta la montaña donde se le echa a un hueco, o se deja en los veneros, en las hondonadas. El agua busca su casa de nuevo y, al atravesar el trayecto en sentido inverso, jala la lluvia. Los huaves, que no son agricultores, también piden la lluvia porque los peces y camarones dependen del agua de lluvia tanto como las matas de maíz o el frijol.
Los huicholes tienen una fiesta importante que se celebra en el calihuey o casa sagrada comunal: la fiesta de los primeros frutos. Aquí se bendicen los elotes, las calabacitas y también los niños. Se vela toda la noche, el mara’akame o cantador narra la historia de cómo llegó el maíz al mundo y hace también un recuento minucioso de una peregrinación a Wirikuta, da donde los niños le acompañan con su imaginación. Los padres de los niños pequeños siguen el canto y el tambor, con sonajas que simulan los pasos de los niños en este recorrido. Deben hacerlo durante cinco años seguidos para ser personas cabales. Cuando muchos años más tarde recorran el espacio físico que los separa del desierto y el peyote, ya conocen el recorrido por haberlo escuchado desde antes de saber siquiera hablar o entender los nombres de los lugares que cruzaron volando, sobre las alas del canto. También se reza y se ofrenda al guardar los granos o mazorcas para que la cosecha no se pudra ni se pique, para agradecer a la tierra por su benevolencia. Igual, se dan gracias y se pronuncian rezos y cantos ceremoniales y ofrendas al bajar los frutos del sahuaro, al fermentar el pulque —hay alabados que se cantaban solamente en los tinacales— prometiéndole más rezos y más velas y copal para el año siguiente. El pacto de reciprocidad se renueva y se consolida tras una buena cosecha —tal y como se hizo con quienes hicieron un festejo mundano. Se trata de un acontecimiento celebratorio y propiciatorio: si está contenta la tierra, estaremos contentos nosotros. Fiestas al estilo urbano, de espíritu cívico, navideño o gozoso embriagado casi no hay: aunque corre el licor y abundan los borrachos, su carácter es bien distinto al que conocemos aquí, de reventón citadino desbordado.
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