n medio de una programación muy convencional en su Temporada 2017-2018, llena de veloces y galopantes caballitos de batalla, el Met de Nueva York se ha anotado un triunfo al programar (y venturosamente, transmitir) la reciente ópera El ángel exterminador (2016) del compositor inglés Thomas Adès, considerado hasta hace poco como el enfant terrible de la música británica. Se trata de una ópera muy inteligente en su libreto (de Tom Cairns y el propio Adès, basado en el guión cinematográfico de los Luises, Alcoriza y Buñuel, para la película homónima de éste último, realizada en 1962), y deslumbrante en su música. De gran ayuda para el éxito de esta producción, el hecho de que la dirección musical estuvo a cargo de Adès, y la dirección escénica fue de Cairns. El inicio formal de la ópera está precedido por un extenso repique de campanas, instrumentos que estarán muy presentes a lo largo de la partitura, y en el momento en que comienza a sonar la música orquestal, se percibe la presencia de un compositor en plena madurez y dominio de su oficio. A partir de su primera escena, El ángel exterminador logra eficazmente uno de sus cometidos principales, que es el de comunicar una perversa dicotomía entre claustrofilia y claustrofobia, lo que da lugar a una cohesión dramática que se sostiene de principio a fin. Otro elemento fundamental de unidad narrativa está en el hecho, bien observado y bien representado, de que la llave de la (presunta) liberación está en la repetición final de la situación inicial de los personajes. Este importante elemento tiene un notable antecedente: al inicio de El ángel exterminador, la escena de la presentación de los personajes es repetida de manera casi idéntica, provocando una inquietante sensación de déjà vu que le va muy bien al tema del inexplicable y angustioso encierro.
Adès ha escrito una partitura densa, compleja, de múltiples niveles sonoros, en la que refleja puntualmente los estados de ánimo alterados que animan a los personajes, y para ello ha convocado a una orquesta de buen tamaño a la que añade las ya mencionadas campanas, un uso muy eficaz de las ondas Martenot, violines miniatura, una guitarra y una buena batería de percusiones. En esta batería destaca un sólido grupo de tambores que, fuera de la escena, son la columna vertebral del formidable preludio orquestal del segundo acto, sin duda el momento más poderoso de El ángel exterminador, acaso una referencia a los tambores de la Calanda natal de Buñuel. Para sus numerosos cantantes solistas, Adès ha escrito líneas vocales de enorme exigencia, en particular en lo que se refiere a las alturas estratosféricas que exige continuamente de sus sopranos. Al respecto, he aquí mi especulación: ¿habrá querido el compositor retratar así a un subgrupo social al que percibe como una parvada de cacatúas histéricas de la alta burguesía? Sea como fuere, el caso es que la presencia constante de esos agudos registros se convierte no sólo en uno de los emblemas sonoros de la partitura de Thomas Adès, sino también en un elemento de tensión omnipresente en el desarrollo dramático de su ópera. Tanto el libreto como la música y la puesta en escena cumplen cabalmente en comunicar uno de los temas principales de la historia, que es la decadencia y degradación progresiva de los personajes, encerrados no sólo en la casa sino también en sí mismos. Lo mucho que esta notable ópera tiene de círculo inexpugnable, de espiral perpetua, de banda de Moebius, se percibe con claridad contundente a través de una sólida combinación de música y teatro que es, sobre todo, profundamente inquietante. La afirmación final de la ópera no podía ser más poderosa: el encierro está adentro y afuera, el encierro está aquí, acá, acullá y en todas partes. Me parece que El ángel exterminador de Cairns y Adès está destinada a consolidarse como una de las grandes óperas de nuestro tiempo. Y Thomas Adès ya no es un enfant, pero sigue siendo terrible, en el mejor sentido del término.