na rítmica quietud queda esculpida en la escritura de Paul Auster, el narrador estadounidense que recibió la condecoración Carlos Fuentes en la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara. El autor de La trilogía de Nueva York, La historia de mi máquina de escribir, Sunset park y 4 3 2 1, etcétera, se alza del resto de sus colegas, con voz propia, enlazadora de una cadencia contenida en súbitas y fulgurantes olas.
En el artículo Por qué escribir
, publicado por nuestro periódico hace años, da cuenta del modo de acuñar las efigies grabadas de la mente, en escrituras que requieren siempre de un lápiz y otro lápiz abre caminos a la escritura interna al que me he referido en otros artículos.
Auster narra un acontecimiento en apariencia baladí. Tendría ocho años de edad cuando, como era costumbre, asistía en compañía de su familia a las temporadas beisboleras de los juegos del equipo de los Gigantes de Nueva York. El ídolo de Paul era Willie Mays. Una tarde, después de un juego contra los Bravos de Boston, sus padres se quedaron en el estadio discutiendo con otros aficionados. El estadio se quedó vacío y fueron retirados por los guardias. La salida fue por la parte posterior reservada a los jugadores. Sorpresivamente, Paul se encontró a Willie Mays, quien estaba en la puerta; desconcertado, atina a pedirle un autógrafo. ¡Oh desencanto! Nadie tiene un lápiz en su grupo ni entre los que lo acompañaban.
Frustrado, llora desconsolado toda la noche aplastado por la desilusión. La vida lo había puesto a prueba y había fallado en todos sentidos
. Pequeño relato que enseña el efecto mágico de la escritura y en última instancia es elaboración secundaria de representaciones verbales. Al visualizarla no hace otra cosa que sublimar esta representación de la palabra sucedida en la niñez. De hecho el autógrafo
quedó en la mente del niño con su secuela de insatisfacción en un proceso de transición y perpetuación de esos restos verbales.
Trabajo arcaico, que en los restos verbales tiene la intuición de algo del resto
. Lo que le permite comprender que ponerse las representaciones de palabras ante la vista es, en cierto modo, situarse de nuevo frente a la cosa filtrada por esa fábrica de escorias verbales que es la verbalización.
El hecho infantil de Auster quedó grabado en su memoria y éste es repetido en círculos. Al leerlo en su mente, el escritor reactualiza esta escritura no fonética a la que trata de superar volviéndose escritor, con un nuevo lápiz que niega y afirma que en realidad sigue sin lápiz, a pesar de escribir como oficio.
El drama está en que la escritura interna –grafía-trazo abre barreras– se ve crónicamente amenazada de borrarse, y la escritura fonética, aparentemente la atrapa. Leer este episodio sería en este sentido preciso conjurar el miedo a la desaparición de la escritura interna.
Auster intuitivamente da pie a un fantasma asombroso: la lectura como polvo de huellas mnémicas verbales susceptibles de volatilizarse instantáneamente por poco que falte el contacto y vuelva a aparecer el hueco, el vacío, la desilusión. Auster surge como el gran escritor buceador de inscripciones y grabaciones mentales.
Se entiende así que en su presentación en Guadalajara afirme: Un poeta busca inspiración en un creador de otro país, porque busca algo que de inmediato no encuentra disponible en su propia lengua o literatura, porque pretende liberarse de los confines de su propia cultura
. ¡Paul Auster sigue buscando un lápiz!