Algo está podrido
A
lgo está podrido en Dinamarca
es expresión extraída de Hamlet, el inmortal drama de Shakespeare, que luego ha sido empleada para indicar que en la vida política de un país las cosas no marchan bien, sea por las limitaciones neuronales de políticos y ciudadanos o a causa de la corrupción, esa limitación de la conciencia que lleva al país y al mundo –vaya consuelo– por derroteros cada vez más peligrosos, habida cuenta del inconfesado convencimiento personal de que los que se mueren son otros, o incluso todos, excepto yo.
Si no diferenciamos entre bruto y puto, o Paraguay y Uruguay, entre terremotos y manejo desaseado de los fondos recibidos, expropiación de la industria petrolera y remate de ésta a los expropiados ocho décadas después, autoasignaciones millonarias a cargo de un Senado decorativo (si regalarse 2.4 millones de pesos lo hacen público, ¿qué no harán en privado?), defensa de la vida en abstracto y millares de asesinados y desaparecidos en concreto, televisoras irresponsables y una sociedad semianalfabeta, multiplicación de leyes e incumplimiento de éstas, pues algo está podrido y, lo peor, sin el menor propósitos de enmienda de nadie.
Pero lo pútrido no está sólo en la vida pública sino en el corazón y la cabeza de cada uno de los sencillos, como estratégicamente bautizó la Biblia a la incansable masa humana –sencillitos le son más gratos a Dios; soberbios, lo ofenden– que, a excepción de multiplicarse como conejos, no logra revisar milenarios esquemas de pensamiento, tan erróneos como obsoletos. Herederos de una ancestral indecisión, no consideramos otras posibilidades de pensar y actuar, de hacerle diferente a como le ha hecho la humanidad desde tiempos de… la Biblia o el Corán, con deidades tan disgustadas como un sacristán.
No se trata de rehuir la vida sino de saber vivirla, cada día, para aprender a dejarla, y a soltar lo que nos resulte más importante cuando debamos soltarlo
, le oí decir a alguien. Saber para aprender de mi humanidad, no para repetir o acumular; soltar, para no darle más poder a la muerte ni a los verdugos, no para desentenderme de mi legítima indignación y obligatoria aportación si me he quedado sin nada. No aprendemos mediante del sufrimiento o el dolor, ni tampoco mediante el placer permanente o lo que se le parezca; se aprende si tenemos disposición a revisar, sin cuentos, nuestra relación entre creencias, congruencia y la propia existencia.