Otra mujer
on las ocho de la mañana y Esmeralda siente una pesadez abrumadora. En busca de alivio, pasa de un brazo a otro la bolsa de plástico donde lleva sus maquillajes y los zapatos de medio tacón. Se los pone siempre una cuadra antes de llegar a la tienda. Quien aspire a mantener su puesto en El Arcón de las Bellas debe cubrir tres requisitos: dejar los problemas personales en la casa, buena presencia y absoluta puntualidad. Quien no cumpla con ese reglamento está en riesgo de ser despedida.
Esmeralda siente repugnancia sólo de recordar la manera en que don Genaro, mientras da vueltas por la tienda, va diciendo a sus empleadas: Sean amables, sonrían: no pueden vender cosméticos teniendo cara de fuchi.
Sólo las dependientas nuevas celebran lo que consideran una broma de su jefe; las demás, con la mirada perdida, sonríen en automático.
II
Esmeralda sabe que jamás se atreverá a semejante desahogo. Si lo hiciera, sólo ganaría que su patrón le dijese lo que a Eva al informarle que estaba despedida: Entiendo tu tristeza, mujer. Créeme que siento mucho que tengas un hermanito enfermo y que por atenderlo se te haya hecho tarde, pero conoces las reglas. Y ¡ni una palabra más! Si me dedicara a oírlas a todas cuando tienen problemas, no me quedaría tiempo para atender mi negocio. Y entonces, ¿qué? Pues ¡adiós El Arcón de las Bellas y todo el mundo a la calle, empezando por mí! Así que no me quites más tiempo y vete a cuidar a tu enfermito.
No fue todo. Cuando Eva se quitó la bata con el emblema de la tienda y se la devolvió al patrón, no pudo contener el llanto ni una última súplica. Indiferente, él la tomó por los hombros, la encaminó hacia la salida y le dijo que no exagerara, que lo ocurrido no era para tanto. Vería cómo pronto encontraba otro trabajo, siempre y cuando se dejara de lagrimitas y sonriera.
III
Eso mismo que le pide a ella Jorge cuando, después de maltratarla, salen a visitar a su familia o a los amigos de él. Si durante la reunión le descubre signos de tristeza o decaimiento, de regreso a la casa vuelven a lloverle las reclamaciones, los insultos, los golpes: todo lo que él prometió que jamás haría cuando la convenció de que vivieran juntos.
De aquel momento a esta mañana han pasado cuatro años. A Esmeralda le parecen una eternidad, un camino larguísimo por el que ha ido dejando su optimismo, sus ilusiones y, sobre todo –lo que más le duele–, el amor. Ahora, si algo la retiene al lado de Jorge, es el miedo de que él cumpla su amenaza de vengarse –¡y ya vería de qué forma!– si ella lo abandona.
Se lo advierte siempre que está borracho, en medio de brutales arranques de pasión con que quiere demostrarle que la ama, que significa todo en su vida, que por nada en el mundo la abandonaría y que nunca más –lo jura por su madre– volverá a maltratarla. En todo ese discurso hediondo y desgastado, sólo hay una verdad: él la necesita para sobrevivir, para sentirse poderoso, para tener a quien culpar de sus derrotas.
Ahora que Jorge otra vez ha perdido el empleo, quién sabe por cuánto tiempo dependerá de ella económicamente. Esmeralda sabe que él le cobrará esa dependencia portándose cínico, indiferente, burlón, más violento: Si crees que porque eres una pinche empleadita me vas a humillar, ¡te equivocas! Aquí el que manda soy yo. ¡Apréndelo, pendeja!
Muebles que caen, vasos que se estrellan contra el piso, súplicas, gritos, llanto, un golpe tras otro hasta que Esmeralda ya no siente ninguno, pero sabe que aún está viva y que mañana saldrá al trabajo a pesar del cansancio y la tristeza que le impiden sonreír.
IV
Esmeralda percibe el olor dulce que sale de la panadería. A un lado de la puerta, como es su costumbre, se detiene y mira el reloj sobre la caja registradora: llegará puntual. Apresurada, cambia las chanclas de goma por los zapatos de charol. Sólo le falta cubrir el último requisito para ser bien recibida en El Arcón de las Bellas: olvidarse del infierno en que vive y sonreír.