l gobierno turco no ha dejado de usar el golpe fallido de 2016 como pretexto para sus atropellos y arbitrariedades. El golpe le vino tan bien a Erdogan que si no hubiera existido, lo habría tenido que inventar. De hecho, existen dudas de si en realidad no lo inventó. El líder turco, que comenzó su carrera como un supuesto ejemplar de la democracia, es, hoy por hoy, un dictador. Un dictador con base popular, sin duda, pero un dictador.
Erdogan aprovechó el movimiento militar para echar de sus puestos a no menos de 150 mil empleados del sector público y sector privado, comenzando por maestros, decanos y rectores. En el pasado año se han cerrado 15 universidades y mil colegios, 66 periódicos, 19 revistas, 36 estaciones de radio, 26 editoriales, 28 canales de televisión. Se ha detenido a 41 mil personas. Seis mil maestros y académicos y 4 mil jueces y fiscales han perdido sus trabajos. Hay periodistas encarcelados de a dos por cinco. Decenas de miles de policías, de militares, y empleados de gobierno echados a la calle. Todo esto so pretexto de que eran colaboradores o simpatizantes de Fetullah Gülen, clérigo musulmán que vive exiliado en Estados Unidos, y que dirige o dirigió una organización religioso-política que antes fue aliada del régimen, y que tiene o tuvo alrededor de 5 millones de seguidores.
Pero, más allá de la rivalidad entre dos grupos políticos musulmanes (el partido político de Erdogan, AKP, y la Hermandad de Gülen, ambos sunnitas, por cierto), Erdogan ha estado encarcelando o amagando a toda la oposición –a la izquierda, desde luego, a la oposición kurda (cuyo líder moderado está de nuevo en la cárcel), a la prensa libre, etcétera. La acusación policial de querer asesinar a Erdogan es ya rutinaria, por ejemplo, y también la de estar involucrado en un complot para derrocar al gobierno. El gobierno ha girado ya un número tan elevado de órdenes de detención, aprehensión o cateo, que se ha extiende por el país un miedo difuso, y que toca no sólo a los simpatizantes de Gülen, ni tampoco sólo
a los autonomistas kurdos, ni únicamente
a la izquierda democrática, sino casi a cualquiera. Ese miedo difuso tiene un nombre: dictadura.
Así, en un reportaje reciente de The New York Times sobre las purgas realizadas en Turquía, se cuenta la historia de un médico que fue arrestado en su casa a las 6:30 de la mañana (parece que los arrestos de madrugada son comunes). Su departamento fue cateado, con soldados buscando cualquier señal de filiación a Gülen. No encontraron nada, pero se lo llevaron a la comisaría de cualquier modo. ¿La razón? Haber abierto una cuenta en el Asya Bank, que pertenece a los gülenistas. ¿Y por qué abrió el doctor una cuenta allí? Muy sencillo: porque era el banco que le quedaba más cerca. Sin embargo, la detención, que no fue acompañada de tortura, como sí sucede en muchos otros casos, bastó para asustar al doctor lo suficiente como para huir del país. Hoy ejerce en una capital europea.
Asimismo, hace unos días apareció la noticia de que el activista de derechos humanos y empresario cultural Osman Karava ha sido encarcelado. Se le acusa de ser el Soros turco
y de querer derrocar al gobierno (la figura Soros
es nombrada como si se tratara de un siniestro agente de subversión). Se le acusa además de haber instigado del movimiento popular de la Plaza Ghezi. Imaginar que el movimiento de la Plaza Ghezi tuvo un instigador sería como alegar que el movimiento de 1968 fue orquestado por algún conspirador, algún archi-criminal batmanesco tipo El Pingüino o El Guasón. Se trata, en otras palabras, de una fantasía absurda. Los movimientos populares son eso: populares. Pero a Erdogan todavía le duele el movimiento de Ghezi, y quiere figurarlo como si hubiese sido una conjura.
¿Cuál es el verdadero crimen de Karava? Él dirige una ONG que ha organizado, entre otras cosas, una orquesta de músicos turcos y armenios, modelada en la orquesta de israelíes y palestinos que fue creada por Daniel Barenboim y Edward Said; exposiciones fotográficas acerca del genocidio Armenio; el Festival Internacional de Cine de Estambul; actividades para la integración social de los refugiados sirios; actividades de acercamiento con la minoría kurda... Su encarcelamiento ha sido denunciado ya por figuras como Noam Chomsky y Jean-François Bayart. No debe pasar desaparcibido en México.
Con esta clase de acción, el gobierno turco demuestra que está dispuesto a marginar a la clase profesional, a la intelectualidad, a los medios democráticos y a cualquier oposición, ya sea de izquierda, cultural, étnica o religiosa. Erdogan lo hace porque percibe que su autoritarismo forma parte de una gran corriente. Tiene, al fin, junto a Vladimir Putin en Rusia, a Victor Orban en Hungría, y a nuevos regímenes popular-autoritarios en Polonia, la República Checa y Austria, sin olvidar, desde luego, la presencia de un personaje afín en la propia Casa Blanca. Es sin duda un buen momento para los dictadores populistas.
Una y otra vez, la retórica del terrorismo ha servido para consolidar el autoritarismo, cosa que se nota también en Estados Unidos: cuando un terrorista islamita mata a 1o personas, como sucedió la semana pasada en Nueva York, el presidente suena la alarma y habla de cerrar fronteras y deportar migrantes, pero cuando un ciudadano común y silvestre asesina a una veintena de personas, como sucedió el lunes pasado en Texas o antes en Las Vegas, el presidente reza y habla de salud mental. Asimismo en Turquía, donde hoy cualquier opositor es un terrorista
.