n un artículo reciente, el filósofo español Daniel Innerarity nos advierte que cuando se afectan instituciones u organismos de la democracia también se afecta a ésta. Esto no quiere decir, añade, que esas instituciones y organismos no deban ser revisados y criticados, para mejorarlos o cambiarlos cuando sus imperfecciones e ineficacias afectan el funcionamiento o el prestigio que sustentan la legitimidad del proceso en su conjunto. Se trata de un juego que nunca termina y que nunca debe darse por terminado, porque constituye parte de la savia del sistema político democrático en su conjunto.
La deliberación es una práctica que debe acompañar permanentemente el litigio central en torno al poder y su constitución. Podríamos agregar que estos intercambios de ideas y alternativas no sólo son elementos constitutivos de la política democrática, sino que le son indispensables para reproducirse y fortalecerse. Sin ideas y debates la democracia se marchita y muere como ocurre hoy en Venezuela, donde Maduro sofoca TalCual, el periódico ejemplar que fundara y dirigiera el gran político e intelectual de izquierdas Teodoro Petkoff.
Sin deliberación amplia e intensa, sin crítica y autocrítica, la democracia está condenada al pantano donde vegetan y se reproducen los poderes de hecho, que no están sujetos al escrutinio permanente que es propio de los sistemas abiertos.
De hecho, la cooperación y solidaridad entre partes confrontadas que la democracia requiere para desplegarse, en cada vez más ámbitos de la vida pública y social, sólo puede germinar y durar, ponerse a la altura de circunstancias críticas o catastróficas, si cuenta con un contexto deliberativo en el que se expresen y vuelvan sistemáticas las exigencias y reclamos al poder y sus gobernantes.
No puede aspirarse a un formato de lealtades básicas con el proceso y el sistema democráticos más que a partir de la más amplia confrontación deliberativa. Nuestro caminar no ha ido por ahí. Salvo en momentos casi excepcionales, cuando se estrenó nuestra pluralidad, cambiaron las relaciones de fuerza y nos acercamos a la prueba de la alternancia.
En esta última se escondía la oportunidad de consolidar el cambio democrático después de tan larga y tortuosa transición y, sobre todo, de abordar y resolver el gran desafío de reformar el Estado y el ejercicio del poder constituido mediante herramientas y convenios democráticos, pacíficos y basados en una auténtica cooperación entre actores por naturaleza encontrados.
Al renunciar a estas prácticas y conductas, la deliberación se marchitó y sobrevino un régimen de negociación llamada eufemísticamente pragmática (que nos perdonen James y Dewey) cada día más ajena a esos requerimientos primordiales de la evolución cívica democrática. Se impuso la búsqueda de la vía más fácil y rápida, a costa de soslayar y posponer sin fecha de término los asuntos de fondo; los que tienen que ver con la legitimidad del poder y la fortaleza y robustez del Estado.
El Parlamento se volvió un circo de más de una pista y la simulación práctica cotidiana, ejercicio preferido por unos y otros. Ahí se dieron todos la mano para, juntos, poner a un lado o de plano desechar cualquier intento de razonar y comprometerse políticamente.
Así, la política, apenas visitada y conocida en su perfil democrático representativo, se pudrió. Hoy tenemos un remedo pueril y grotesco que, en estos días, llegó a la pantomima más pedestre con senadores y senadoras trepados en la tribuna de su cámara para impedir el diálogo y defender lo que se ha probado, por su supuesta víctima, como indefendible.
A pesar de los pesares de muchos, no hay manera de asegurar mínimamente una elección digamos que aceptable, sin contar con un INE fuerte y respetado. Sin embargo, en consonancia con el desfondamiento de esta democracia titubeante, a lo que se dedican los demócratas y libertarios de hoy es a seguir minando el organismo so pretexto de que no les merece confianza.
Sin prueba alguna, incluso destacados antiguos consejeros del IFE ponen por delante el petate de alguna encuesta para sostener sus dichos y juicios corrosivos que, al parecer, no tienen más desembocadura que la decapitación del instituto sabiendo que su sustitución efectiva es punto menos que imposible, a más de indeseable por destructiva. Quizá todavía estemos en tiempo de evitar profecías un tanto catastrofistas como las que nos receta José Agustín Ortiz Pinchetti los domingos en La Jornada.
No creo ni he creído que el de la credibilidad o la confianza en instituciones, como las electorales, sea una mera cuestión de encuestas o relatos plagados de anécdotas sobre abusos y planes aviesos del poder y los poderes. Todo eso está entre nosotros y cabalga con libérrima permisividad, expresión clara del debilitamiento del Estado.
Pero, remontar estas corrientes nefastas implica sobre todo generar una voluntad política para un acuerdo dirigido expresamente a evitar el derrumbe del código democrático pluralista sustentado en un régimen electoral que, contra vientos y mareas sopladas a modo, ha ofrecido resultados aceptables a lo largo de más de dos décadas.
Antes de 1994 se había avanzado a cuenta gotas, con la decisión estatal de controlar y administrar la transición sin descanso. Pero, a partir de ese año terrible y en especial del asesinato de Luis Donaldo Colosio, las fuerzas políticas y supongo que buena parte de los poderes de hecho asumieron la circunstancia como una de excepción y peligro inminente y acordaron transitar hacia una elección en paz incluso en las llamadas zonas de guerra. Y lo logramos.
Hoy, no creo exagerar si digo que ese peligro se ha vuelto inminente y está con nosotros, incluso en las zonas francas que bien a bien nadie se atreve a delimitar hoy en el mapa político nacional. Es indispensable que aquellas fuerzas, convertidas ahora en partidos grandes aunque no sólidos, empujen un proceso de concertación que incluya racionalmente a las fuerzas de la sociedad que, al calor de esta dura, lenta y dolorosa crisis del Estado han emergido, y que sin instituciones eficaces y creíbles presumen ser capaces de sortear el vendaval y llevar a buen puerto a una sociedad perpleja.
Estamos contra el reloj y con un mar de fondo que, al menor descuido, nos puede hacer perder el control sin apenas darnos cuenta.