n juzgado de la Audiencia Nacional de Madrid decretó ayer la prisión sin derecho a fianza en contra del vicepresidente de la Generalitat catalana, Oriol Junqueras, y de siete consellers (ministros) del gabinete del presidente Carles Puigdemont por los cargos de rebelión, sedición y malversación de fondos públicos, imputaciones que en conjunto podrían traducirse en condenas de hasta 25 años de cárcel según la legislación española vigente. Santi Vila, ex titular de Empresa de la institucionalidad de Cataluña, recibió el beneficio de libertad bajo fianza porque dejó su cargo un día antes de la proclamación de la independencia catalana, impugnada por Madrid, aunque tendrá prohibido salir del país y deberá presentarse cada dos semanas ante un juzgado.
En lo inmediato, los siete acusados de sexo masculino fueron ya recluidos en la prisión de Estremera, en tanto que las dos mujeres del grupo están encarceladas en el reclusorio de Alcalá Meco. Por otra parte, la fiscalía del gobierno de Mariano Rajoy emitió una orden internacional de búsqueda y captura de Puigdemont, quien escapó a Bélgica el pasado lunes y ha pedido rendir declaración en Bruselas, habida cuenta de la falta de garantías legales en España.
En inmediata reacción a los encarcelamientos, miles de ciudadanos salieron a las calles a expresar su rechazo a la política represiva madrileña y en demanda de la liberación de los que son, se le mire por donde se le mire, presos políticos. Cabe recordar, además, que no son los únicos: desde el 16 de octubre los líderes de las organizaciones independentistas catalanas Asamblea Nacional de Cataluña, Jordi Sánchez, y Òmnium Cultural, Jordi Cuixart, fueron enviados a prisión bajo el cargo de sedición
.
De esta manera, el gobierno de Rajoy y las instituciones judiciales del Estado español, así como la mayor parte de la clase política y de los medios informativos de Madrid, han rubricado una postura autoritaria y una persecución de adversarios políticos llanamente impresentable en el contexto de la Unión Europea, y han confirmado su determinación de dirimir los conflictos políticos y sociales por medios policiales y carcelarios, lo que equivale a una renuncia a resolverlos.
Ciertamente, los dirigentes del proceso independentista catalán han incurrido en torpezas democráticas y en inconsecuencias, la más palmaria de las cuales es la fuga a Bélgica de Puigdemont, a quien puede reprocharse falta de solidaridad y de espíritu de cuerpo para con sus colaboradores y compañeros hoy presos. Pero las faltas del régimen español son infinitamente más graves y contraproducentes. Por principio de cuentas, el gobierno de Rajoy –que, al igual que sus predecesores, se ha negado en redondo a negociar cualquier modificación al estatuto legal de Cataluña– asestó, con la complicidad parlamentaria del Partido Socialista Obrero Español y de Ciudadanos, un golpe de mano en contra de una autoridad legítima y emanada de la voluntad popular, como el Govern catalán; luego, la casi totalidad de ese organismo ha sido imputada con cargos criminales grotescos y a todas luces improcedentes, toda vez que los gobernantes y líderes soberanistas no han hecho más que atenerse a los cauces legales y democráticos de la propia Generalitat y a convocar a la ciudadanía a manifestaciones pacíficas.
Pero es previsible que el más reciente atropello español a las instituciones catalanas y la victimización del gabinete de Puigdemont no sólo no van a mermar los anhelos separatistas sino que les darán cohesión, multiplicarán su apoyo social y paradójiamente contribuirán a hacer inexorable la independencia de Cataluña.
En suma, las autoridades de Madrid no sólo han cometido una barbaridad desde la perspectiva de las garantías y libertades individuales y del derecho a la autodeterminación sino que, en la lógica del españolismo a ultranza, han incurrido en una monumental insensatez.