a fabulosa exposición Frobenius: El mundo del arte rupestre, que todavía puede verse en el Museo Nacional de Antropología, nos traslada miles de años hacia el pasado, cuando la humanidad era como mucho unos pocos miles de individuos en todo el planeta, puede que apenas cientos que sobrevivían como podían a la última glaciación, rodeados por casquetes de hielo en el norte y áridas sabanas en el sur, entonces se dio una explosión creativa que llenó cuevas y paredes externas de escenas naturalistas, de mamuts, de ciervos, de caballos y bisontes que desde la oscuridad de la noche de los tiempos vuelven a la vida ahora como si los acabaran de pintar.
Los primeros humanos, tal cual somos nosotros, aparecieron hace unos 400 mil años en el llamado Cuerno de África. En lo que ahora es Etiopía surgió el primer humano, que por cierto era humana, pues todos provenimos de esa misma madre, la Eva Mitocondrial, a partir de la cual nos reconocemos como seres humanos, y todos, hasta el último de los que llegaron a la isla más remota del Pacífico, provenimos de allí, del mal llamado continente negro. De esto podríamos colegir dos conclusiones que deberían ser vacuna de racismos y machismos, que lo humano nos viene de lo femenino y que todos somos africanos. Pero no hablamos de eso ahora si no de una magna exposición que, nadie que piense que el arte tiene todavía algo que decir, puede perderse.
Leo Viktor Frobenius, antropólogo, arqueólogo e historiador del arte, considerado el Lawrence de Arabia alemán, realizó y documentó innumerables expediciones para copiar a tamaño real, o fotografiar, los más extraordinarios vestigios prehistóricos, las pinturas rupestres, del término latino rupestris
que viene de rupes
(roca), y que aparecieron ante el asombro de historiadores y profanos en diferentes puntos de Europa, África, y Oceanía, como los que aquí podemos contemplar, aunque en realidad existan estas pinturas a lo largo y ancho de todo el mundo habitado, incluyendo Asia y América.
Con el advenimiento del romanticismo y el culto al pasado perdido por la industrialización que adquiría rápido impulso, muchos intelectuales partieron a explorar las tierras desconocidas, unos para plantar su bota colonialista, otros para investigar nuestros orígenes culturales, la raíz de la humanidad toda. Frobenius fue de los segundos, su postura difusionista, según la cual toda cultura surge de un núcleo y evoluciona en la medida en que se difunde, como las ondas que produce una piedra cuando se arroja al agua, resulta esclarecedora, aunque ahora se añaden otras teorías como el paralelismo cultural, es decir, el surgimiento simultáneo de innovaciones evolutivas, pero ese tampoco es el punto. Lo que de verdad importa es que Frobenius se tomó la molestia de estudiar los restos más antiguos de la expresividad humana, objetos visuales que, como todo arte, se activan con la mirada del espectador. Aunque hayan pasado decenas de miles de años, gracias a él, gracias a la curiosidad voraz de Frobenius y su amplio equipo, vuelven a conmovernos.
No entendemos lo mismo que ellos entendían, los que con sus dedos tiñeron la roca de formas, pero podemos entender, apreciar, muchas otras cosas que nos sirve traer al presente desde un tiempo en que no había división del trabajo, ni religiones organizadas, ni empresarios ni esclavos, ni militares ni políticos, ni clases altas o bajas, sólo tribus nómadas, puede que hasta matriarcales, que mediante la colaboración y la ayuda mutua, no con la competencia y la guerra, lograron dominar las inclemencias del tiempo y los incontables peligros de la naturaleza salvaje. Estos mensajes, que trazan un arco cultural que llega hasta nuestros días, nos impactan de nuevo con una frescura que ya quisieran muchas obras modernas e incluso contemporáneas que cuelgan actualmente en los museos.
* Escritor y crítico de arte