Opinión
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La Matona en Nuevo León
C

on los 17 muertos del penal de Cadereyta, ya suman, en dos años del actual gobierno de Nuevo León, 73 reclusos ultimados con violencia en las cárceles del estado: riñas entre grupos confinados, incapacidad de las autoridades para tomar medidas preventivas y matanzas cometidas por los cuerpos de seguridad bajo su responsabilidad.

El último motín no pudo ser controlado sino a punta de balazos y mediante el método porfiriano de caiga quien caiga: un asesinato colectivo –no una riña, como se pretende mostrar– cuya secuela apunta a ser la impunidad. No de manera diferente ha ocurrido en casos anteriores, tanto en el propio gobierno que encabeza Jaime Rodríguez Calderón como antes en el de Rodrigo Medina. Primero matar, luego (nunca) averiguar.

El disturbio en el Penal del Topo Chico (el de mayor saldo sangriento en la historia penitenciaria del país) arrojó 49 muertos y cerca de 40 heridos, y el segundo, como si no hubiera antecedente alguno, cuatro más en el mismo penal. En el de Cadereyta resultaron 17 muertos y entre 31 y alrededor de 300 heridos, según cifras oficiales o según las señaladas por el Centro de Apoyo a los Derechos Humanos, AC. El total fúnebre de esta cifra supera en 20 por ciento a la registrada en todo el sexenio de Medina.

En el penal de Cadereyta fue usada la fuerza letal. Aún no se sabe quién dio la orden de emplearla, aunque el vocero de Seguridad Pública haya declarado que asumía toda la responsabilidad. Un caso francamente extraño. Que este funcionario se haya tomado la libertad de dar esa orden lo convierte en reo de usurpación de funciones.

Si alguien debió dar la orden de acribillar a los reclusos amotinados, ese debió haber sido el general Arturo González, secretario de Seguridad Pública. Y sobre él recaería la responsabilidad del homicidio múltiple. Si así fue, él tendría que aclarar: lo hizo por iniciativa propia o sólo cumplía órdenes, y señalar de quién: ¿el gobernador del estado?, ¿el secretario de la Defensa?, ¿el Presidente de la República? En la compleja jerarquía –y hasta enmarañada a propósito para mantener la militarización del país–, un oficial del Ejército con responsabilidades civiles no deja de responder al alto mando militar en cuya cúspide se halla el Presidente de la República. De otra manera no se explica que el llamado Grupo de los 10 (la cúpula empresarial de Monterrey), le haya pedido a Enrique Peña Nieto la remoción del general Arturo González. Ni que el Centro Cívico de las Instituciones de Nuevo León (Ccinlac), de corte empresarial, le pida al gobernador de Nuevo León abandonar sus actividades prelectorales y le ponga atención a la situación de inseguridad en los penales.

El gobernador Rodríguez, en el intento de ganar votos católicos declaró en su momento que los sismos se produjeron por falta de fe. En esta ocasión, el obispo auxiliar de Monterrey rechazó el uso de la fuerza letal. El clérigo Salvador Guerrero (padre Chemita) fue más drástico: condenó a quienes se arrogan el derecho de matar en nombre de la ley o de Dios.

La ONU y la Comisión Nacional de los Derechos Humanos han llamado al gobierno de Nuevo León a realizar una investigación profunda y exhaustiva para deslindar responsabilidades en torno a los efectos letales de la intervención policial. Entre tanto, el vocero de Seguridad Pública declara que a los muertos les tiraron a matar porque de hecho eran malos (gente peligrosa y hay muchos en la calle. Reviva, entonces, el Estado absolutista: De hoy en adelante se usará la fuerza letal donde se tenga que usar). Un vocero convertido en el déspota del Nuevo Reyno de León.

Cuando se gobierna de manera irresponsable, viendo en los gobernados sólo votos útiles para alcanzar puestos y con una mentalidad fascistoide, las leyes, como la Ley Nacional de Ejecución de Penas o la reforma a la legislación sobre Derechos Humanos de 2011, salen sobrando. A todo esto, ¿el procurador de Justicia en el estado, averigua ya si en los penales se acatan las Reglas Mínimas de la ONU para el Tratamiento de los Reclusos, conocidas como Reglas Mandela, a que se refieren las comisiones de la organización en México arriba citadas? ¿Se observa, por ejemplo, el Protocolo Mundial de Estambul en los reclusorios? Unos académicos universitarios (Mario Alberto Hernández y Dominga Balderas) presentaron, el mismo día en que se dio a conocer la masacre, una iniciativa de ley al Congreso del Estado para mejorar las condiciones en el interior de los llamados Centros de Reinserción Social (Ceresos) donde enfatizan la necesidad de observar ese protocolo que prohíbe la tortura, entre otras cosas.

Un aporte más desde la academia es el libro coordinado por otra investigadora de la universidad pública (UANL), Patricia Cerda: Reinserción social. Entre urgencias penitenciarias y normatividad jurídica. Se presentó pocos días antes del motín en Cadereyta, y es un estudio minucioso, a partir de la realidad que viven los presos en el Cereso de Apodaca, de todas las carencias y distorsiones en materia de salud, trabajo, educación, cultura, deporte y otras áreas pensadas para la reinserción social de los reclusos. Sin duda un diagnóstico y muy diversos mecanismos de rehabilitación en el confinamiento, que vale para todos los centros penitenciarios del país.

A las leyes, reglas, estudios, investigaciones y otras herramientas orientadas a convertir a las prisiones en verdaderos centros de reinserción social, sólo parece faltar la pieza que pueda hacerlas practicables: la autoridad.