La obra más reciente del narrador británico-japonés Kazuo Ishiguro (Nagasaki, 1954), reconocido ayer con el Nobel de Literatura de 2017, es El gigante enterrado, que este octubre llega a la tercera edición con el sello de Anagrama, con cuya autorización ofrecemos a los lectores de La Jornada este fragmento, a manera de adelanto
odríais haber pasado un buen rato tratando de localizar esos serpenteantes caminos o tranquilos prados por los que posteriormente Inglaterra sería célebre. En lugar de eso, lo que había entonces eran millas de tierra desolada y sin cultivar; aquí y allá toscos senderos sobre escarpadas colinas o yermos páramos. La mayoría de las vías que dejaron los romanos ya estaban en aquel entonces destrozadas o en mal estado, en muchos casos devoradas por la naturaleza. Sobre los ríos y ciénagas se posaban neblinas heladas, que eran propicias a los ogros que en aquel entonces todavía poblaban esas tierras. La gente que vivía en los alrededores –uno se pregunta qué tipo de desesperación les llevó a instalarse en unos parajes tan lúgubres– es muy probable que temiese a estas criaturas, cuya jadeante respiración se oía mucho antes de que sus deformes siluetas emergiesen entre la niebla. Pero esos monstruos no provocaban asombro. La gente entonces los veía como uno más de los peligros cotidianos y en aquella época había otras muchas cosas de las que preocuparse. Cómo conseguir comida de esa tierra árida; cómo no quedarse sin leña para el fuego; cómo detener la enfermedad que podía matar a una docena de cerdos en un solo día y provocar un sarpullido verdoso en las mejillas de los niños.
En cualquier caso, los ogros no eran tan terribles, siempre que uno no les provocase. Aunque había que dar por hecho que de vez en cuando, tal vez como consecuencia de alguna trifulca de difícil comprensión entre ellos, de pronto una de esas criaturas se adentraría erráticamente en una aldea, presa de una incontenible ira, y aunque se la recibiese a gritos y blandiendo ante ella armas, en su furia destructiva podía llegar a herir a cualquiera que no se apartase lo suficientemente rápido de su camino. O que cada cierto tiempo un ogro podía llevarse consigo a un niño y desaparecer entre la niebla. La gente de aquel entonces tenía que tomarse con filosofía estas atrocidades.
En un lugar así, al borde de una enorme ciénaga, a la sombra de escarpadas colinas, vivía una pareja de ancianos, Axl y Beatrice. Tal vez ésos no fuesen sus nombres exactos o completos, pero, para simplificar, así es como nos referiremos a ellos. Podría decir que esa pareja vivía aislada, pero en aquel entonces muy pocos vivían aislados
en el sentido que nosotros le damos al término. Para garantizarse calor y protección, los aldeanos vivían en refugios, muchos de ellos horadados en las profundidades de la ladera de la colina, conectados unos con otros a través de pasajes subterráneos y pasadizos cubiertos. Nuestra pareja de ancianos vivía en una de esas madrigueras con ramificaciones –edificio
sería una palabra demasiado grandilocuente–, junto a aproximadamente otros sesenta aldeanos. Si uno salía de esas madrigueras y caminaba veinte minutos por la colina, llegaba al siguiente asentamiento, que a simple vista resultaba idéntico al primero. Pero a ojos de los propios habitantes habría un montón de detalles distintivos de los que sentirse orgullosos o avergonzados.
No pretendo dar la impresión de que eso era lo único que había en la Inglaterra de aquel entonces; de que en una época en la que florecían civilizaciones esplendorosas en otras muchas partes del mundo, aquí estábamos no mucho más allá de la Edad de Hierro. Si hubieseis podido deambular a voluntad por la campiña, habríais descubierto castillos rebosantes de música, buena comida y gente en perfecta forma física, y monasterios cuyos moradores dedicaban sus vidas al conocimiento. Pero desplazarse era arduo. Incluso a lomos de un caballo fuerte, con buen tiempo, habríais podido cabalgar durante días sin vislumbrar ningún castillo o monasterio asomando entre la vegetación. Os habríais topado mayormente con comunidades como la que acabo de describir, y a menos que llevaseis encima obsequios en forma de comida o ropa, o fueseis armados hasta los dientes, nada os habría garantizado un buen recibimiento. Siento pintar semejante cuadro de nuestro país en aquella época, pero así eran las cosas.
Pero regresemos a Axl y Beatrice. Como decía, esta pareja de ancianos vivía en la zona más alejada de la red de madrigueras, donde su refugio estaba menos protegido de los elementos y apenas se beneficiaba del fuego de la Gran Sala en la que todos se congregaban por la noche. Tal vez hubo un tiempo en que habían vivido más cerca del fuego; un tiempo en que habían vivido con sus hijos. De hecho, ésta era la idea que le rondaba por la cabeza a Axl mientras permanecía tendido en el lecho durante las largas horas que precedían al amanecer con su esposa profundamente dormida a su lado, y entonces una sensación difusa de pérdida se adueñaba de su corazón, impidiéndole volver a conciliar el sueño.
Tal vez ése fue el motivo por el cual, esa mañana en concreto, Axl se había levantado del lecho y se había deslizado sigilosamente hasta el exterior de la madriguera para sentarse en el torcido banco junto a la entrada, esperando allí los primeros atisbos del alba. Era primavera, pero el viento seguía siendo helado, aun con la capa de Beatrice con la que se había envuelto al salir. Sin embargo, estaba tan absorto en sus pensamientos que para cuando se dio cuenta del frío que hacía, las estrellas ya habían desaparecido, por el horizonte se extendía un resplandor y de la penumbra emergían las primeras notas del canto de los pájaros.
Se puso lentamente de pie, lamentando haber estado a la intemperie tanto rato. Gozaba de buena salud, pero le había llevado algún tiempo sacarse de encima su última fiebre y no quería recaer. Ahora notaba la humedad en las piernas, pero mientras se daba la vuelta para volver adentro, se sentía francamente satisfecho: porque esa mañana había logrado recordar varias cosas que hacía ya tiempo que se habían desvanecido en su memoria. Además, tenía la sensación de que estaba a punto de llegar a algún tipo de decisión trascendental –una que llevaba mucho tiempo posponiendo– y sentía una exaltación interior que estaba ansioso por compartir con su esposa.
Dentro, los pasadizos de la madriguera estaban todavía completamente a oscuras, y tuvo que avanzar a tientas hasta dar con la puerta de su estancia. Muchas de las puertas
de la madriguera eran simples arcadas que marcaban el umbral de una estancia. El carácter abierto de esta distribución no parecía incomodar a los aldeanos por la falta de privacidad, y en cambio permitía que las estancias se beneficiasen del calor que se extendía por los túneles desde la gran hoguera o las hogueras más pequeñas permitidas en la madriguera. La estancia de Axl y Beatrice, sin embargo, al estar demasiado alejada de cualquiera de los fuegos, sí tenía algo que podríamos denominar una puerta; un enorme marco de madera con pequeñas ramas, enredaderas y cardos entrelazados que quien salía o entraba tenía que apartar a un lado cada vez que cruzaba el umbral, pero que permitía mantener a raya las gélidas corrientes de aire. A Axl no le hubiera importado mucho no contar con esa puerta, pero con el tiempo se había convertido en objeto de considerable orgullo para Beatrice. A menudo, cuando él regresaba, se encontraba a su mujer sacando las plantas marchitas de la construcción y sustituyéndolas por otras recién cortadas que había reunido durante el día.
Esa mañana, Axl movió el parapeto justo lo suficiente para poder pasar, procurando hacer el menor ruido posible. Las primeras luces del alba se filtraban en la habitación a través de las pequeñas grietas de la pared exterior. Podía vislumbrar su propia mano débilmente iluminada ante él y, sobre el lecho de hierba, la silueta de Beatrice, que seguía profundamente dormida bajo las gruesas mantas (...)