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Reconstruir también la confianza en la autoridad
E

l sismo del pasado 19 de septiembre no sólo derrumbó y dañó viviendas, escuelas y edificios diversos, sino que resultó también demoledor para la confianza en la industria de la construcción y en la supervisión de ésta por parte de las autoridades. Esa confianza, afectada ya por episodios como el del socavón en el Paso Exprés de Cuernavaca, la inundación del paso a desnivel de Mixcoac unas horas después de que fuera puesto en servicio, y otros, sufrió un nuevo golpe con el colapso o la ruina de edificios habitacionales de construcción muy reciente. Cientos de familias perdieron de golpe su patrimonio y en no pocos casos se quedaron, para colmo, endeudados por viviendas que ya no existen, deben ser demolidas o requieren de reparaciones mayores para volver a ser habitables.

Más allá del deber inmediato de los tres niveles de gobierno de ofrecer a los afectados soluciones ágiles y expeditas, tanto en materia de vivienda como jurídica y financiera, debe garantizarse que ninguna edificación se caiga en un sismo, pero no por la magnitud del fenómeno natural sino porque está mal hecha. El terremoto de 1985 dejó al descubierto innumerables situaciones como la señalada y resulta inconcebible que no se haya aprendido la lección.

De hecho, a raíz de aquella tragedia los reglamentos constructivos del entonces Distrito Federal fueron revisados y modificados. Si en la de este año hubo edificios nuevos o muy recientes que resultaron con daños irreparables, ello sólo puede explicarse por el incumplimiento de los reglamentos referidos, y esa falta de rigor obliga a apuntar a fenómenos de corrupción, en un contexto de desenfrenada especulación inmobiliaria y de indeseable relajamiento en el otorgamiento de licencias.

Resulta ineludible señalar, a este respecto, que en cada ocasión en que un empleado público acepta la reducción o la supresión de los requerimientos constructivos a cambio de favores o dinero, y que cada vez que una empresa constructora incrementa su margen de ganancia haciendo trampa en los planos, o bien disminuyendo la cantidad, calidad y especificaciones de los materiales establecidos en los reglamentos, se ponen en peligro vidas humanas y patrimonios familiares, y quien incurra en estas anomalía debe hacerse acreedor, por tanto, a duras sanciones penales.

En esta perspectiva, lo peor que podría hacerse en la situación actual sería eludir las investigaciones y los peritajes de rigor, pretender hacer tabula rasa con lo ocurrido y dejar en la impunidad la destrucción que resulte atribuible a malas prácticas constructivas, administrativas y gubernamentales: ello significaría, literalmente, dejar sembradas nuevas tragedias.

Es momento, por lo demás, de emprender un saneamiento a fondo en los procesos de supervisión de la industria de la construcción y de establecer en ellos mecanismos de fiscalización y transparencia. Sólo de esta forma será posible reconstruir la credibilidad ciudadana en constructores y en dependencias encargadas de garantizar que las edificaciones sean seguras para sus habitantes y usuarios.