ada ser humano alberga en su interior un demonio y un ángel. La misma persona, en ciertas condiciones, es capaz de matar y en otras de dar su vida para rescatar de la muerte a un desconocido. Nos apoyamos sobre cientos de milenios durante los cuales otro ser humano que no fuese miembro de nuestra familia ampliada era potencialmente un enemigo perteneciente a una especie diferente y podía ser muerto y devorado pero también sobre unos miles de años de vida en comunidades organizadas y de civilización.
La solidaridad, la defensa de la comunidad, el altruismo, están anclados en la minga, el tequio, el mano vuelta, el yo por ti y tú por mí de los pueblos con una vieja cultura comunitaria que reaflora en las circunstancias trágicas. Esta característica distingue a esos pueblos de los de aquellos países que nacieron capitalistas y que se formaron con la suma de individuos provenientes de todo el planeta que dejaban atrás sus raíces para afirmar una individualidad prepotente sin la cual no hubieran podido sobrevivir en medio de gente de otras culturas y otras lenguas.
El terremoto de 1985 y éste de 2017 sacaron a luz un México semejante al de la Revolución Mexicana por su aparente espontaneidad y su carácter de bola
pero ahora estamos ante un México mucho más maduro porque 1917 y el cardenismo en 1930 le dieron dignidad a los explotados y dominados. El protagonismo popular y juvenil en 1985, la victoria de Cuauhtémoc Cárdenas en 1988, el levantamiento del EZLN en 1944, la victoria electoral de 2006 de López Obrador, posteriormente, fueron igualmente hitos sobresalientes de la construcción de la seguridad generalizada de que se puede enfrentar y vencer al poder estatal.
Una ética solidaria y humanitaria se impuso en esta tragedia por sobre la competencia de todos los días con nuestros iguales y por sobre la desconfianza diaria frente al desconocido, el temor al otro y el egoísmo que intenta inculcarnos la cultura capitalista.
Esa ética solidaria, como plantea Víctor Toledo en nuestro periódico, barrió de golpe como un aluvión el individualismo y los venenos de los grandes medios de información que deforman nuestros cerebros desde la infancia hasta la vejez.
Las comunidades chiapanecas, poblanas, oaxaqueñas, guerrerenses, morelenses y centenares de miles de jóvenes de la capital mexicana que ni siquiera habían nacido en 1985 y no tenían, por lo tanto, memoria individual sobre lo que habían hecho otros jóvenes en una contingencia similar, respondieron a la memoria histórica profunda de la comunidad y al instinto de clase de los trabajadores. Uno de los ejemplos más conmovedores en unos días llenos de heroísmo anónimo lo dieron los familiares de los 43 estudiantes de Ayotzinapa que formaron una brigada de rescate.
Llevados por su heroísmo y su altruismo miles olvidaron los prejuicios de clase, de género, étnicos, culturales –en un país donde el racismo y la xenofobia están a flor de piel y donde desgraciadamente se baten los récords mundiales de asesinatos de mujeres– y se esforzaron abnegadamente por salvar indígenas, mujeres y extranjeros explotados. Así, en la acción solidaria, levantando escombros y rescatando seres humanos y animales junto a miles de mujeres, indígenas y cientos de extranjeros de todas las condiciones sociales, se reconocieron en sus iguales.
El Estado nuevamente quedó al desnudo y la camarilla oligárquica que gobierna México volvió a demostrar su incapacidad y su imprevisión. Ahora intentará desactivar la bomba de tiempo de la solidaridad y del nuevo nivel de conciencia de millones de personas porque lo aprendido en el terremoto podría expresarse en 2018 en un aumento muy importante del apoyo a Marichuy Patricio o en un reforzamiento de la candidatura de Andrés Manuel López Obrador.
Resistir es existir. Pero para cambiar la relación de fuerzas sociales hay que organizar y transformar en fuerza lo que se expresó en la ayuda solidaria.
Los alumnos de Arquitectura, como propone Ximena Bedregal, deberían diseñar casas baratas y seguras que puedan ser edificadas colectivamente por las comunidades. Ingenieros, arquitectos y médicos junto a obreros de la construcción deberían presentar planes urbanísticos que combatan la contaminación, agilicen el tránsito, creen áreas con parques y jardines y proyectos para una recolección racional y el aprovechamiento de los residuos domésticos.
Habría que crear Comités de Barrio o colonia, con delegados por cuadra, elegidos directamente por los vecinos, que se reúnan públicamente cada semana para discutir la reconstrucción, controlar a las empresas constructoras y a las autoridades y evitar robos y despilfarros.
Esos mismos comités podrían nombrar subcomités que funcionen como policía comunitaria elegida en asamblea, combatan y reduzcan la delincuencia y, sobre todo, den seguridad a las mujeres. Sería posible la federación de dichos Comités de Barrio e incluso de manzana a escala de cada delegación o municipio y habría que vigilar cuidadosamente que no sean dominados por los partidos burgueses, todos cuales, por acción u omisión, son responsables de las tragedias en 1985 y en 2017.
Porque, si bien los terremotos y otras calamidades como las inundaciones pueden ser imprevisibles, los muertos y los daños no tienen una causa natural y son simplemente el resultado de la especulación inmobiliaria y de la inconsciencia, imprevisión, dolo o corrupción de las autoridades.
Si queremos salvar a México, hay que desembarazarse de un gobierno incapaz, dañino y represivo y sacar la vida de la gente de la lógica del capitalismo que sólo se preocupa por las ganancias de los parásitos.
La conclusión de la experiencia vivida debe ser discutir en asambleas cómo hacer para no dejar en manos de los causantes de los desastres la reorganización de la vida en los centros poblados. De esas asambleas debería surgir una organización masiva e independiente de los trabajadores que incluya a los estudiantes y a los artesanos y pequeños comerciantes que dieron su ayuda solidaria.