ué les puedo decir desde mi país náufrago, este Brasil que se hunde de a poquitos a cada día, frente a lo que ocurrió en México?
No me salen de la memoria –del alma– las escenas que he visto a esta amarga distancia. Conocí a México en el año 1975, ahí viví entre 1979 y 1983, Coyoacán es uno de mis barrios más amados en el mundo.
Cuando regresé a Brasil, mi hijo Felipe tenía ocho años. Y su apodo, pasado todo ese tiempo, sigue siendo, entre sus amigos de infancia, el de siempre: México
. Porque para él, volver a Brasil fue una especie de exilio.
Recuerdo todo eso y mucho más. Viví primero en la Condesa, luego en un departamento que era de mi vice-padre Juan Rulfo, luego en Coyoacán. Recuerdo mi casa, mi calle, las calles vecinas. ¿Qué habrá pasado en mi calle? ¿El Zócalo vecino?
Cuando salí de México para volver a Brasil, a este Río de Janeiro ahora sumergido en el abandono y la violencia sin fin, oí de uno de mis amigos fraternos que, como yo, era extranjero sin serlo nunca –Gabriel García Márquez– una frase definitiva. Te vas, pero no te irás: México es un país entrañable, se nos queda pegado para siempre
.
Volví muchísimas veces, volveré todas las que pueda. Él ya no está, bien como otros amigos queridísimos que cometieron la imprudencia de dejarnos. Pero todavía hay gente mía, hermanos que están. Y a la distancia, México me duele, me duele el dolor de los mexicanos. La ciudad sacudida, las escenas de pánico, todo eso me duele sin treguas. Las noticias que recibo de mis amigas y mis amigos insisten en algo conmovedor: la solidaridad de la gente. Mi gente.
Podría decirles, claro, del caos en que se transformó Brasil. De la amenaza burda y absurda de un general llamado Antonio Hamilton Mourão, que aseguró que si la justicia no elimina de la vida pública a políticos que cometieron ilícitos
–a empezar por el ilegítimo que ocupa el sillón presidencial y es un corrupto cercado de corruptos– los militares sabrán imponerse. A mis edades, me pregunto: ¿otra vez? ¿Otro golpe, otro exilio?
Podría contarles como el país se hunde mientras vuelven a profundizarse las injusticias y las desigualdades. Que otra vez 1 por ciento de la población concentra 23 por ciento de todas de las riquezas en este país de locos.
Podría contarles cómo, a la distancia y con alegría, celebré los primeros 33 años de vida de este diario. Y del orgullo que siento por hacer parte de esta trinchera.
Podría mencionar el nuevo disco de Edu Lobo, el regreso de Chico Buarque a la canción, y de cómo este invierno ha sido asustadoramente oscilante, entre días de frío insólito y de calor inexplicable.
Habría mucho de qué hablar. De mi país, cosas indignantes pero también otras gratificantes. Del embale entre dos locos, Donald Trump, presidente de Estados Unidos, en un lado y el innombrable de Corea del Norte de otro.
Pero no quiero, no puedo decirles nada de nada que no sea cómo me duele México. A ninguna de mis amigas, a ninguno de mis amigos les tocó una tragedia personal, directa. Pero ninguna de mis amigas, ninguno de mis amigos, está inmune al dolor. Yo tampoco.
En noviembre, iré. Y, como dijo cierta vez mi hermano cubano Pablo Milanés, yo pisaré las calles nuevamente.
Y seguiré sintiéndome como siempre me sentí desde aquella primera vez, en un remoto julio de 1975: no seré, como nunca fui, un extranjero en ese país entrañable.
Un país donde viví el auge de mis años jóvenes, un país que me acompaña y a veces, como ahora, me duele.
Los abrazo a todos. Todos mis abrazos.