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Ni sumisas ni milenarias,
Eva Caccavari Garza A la memoria de “Borrar a la gente del mapa”, desconocer su presencia y sus vínculos históricos con determinados territorios se ha convertido en una estrategia importante del neoliberalismo para impulsar proyectos económicos y hasta de conservación ambiental, sin tomar en cuenta a sus habitantes originarios. Ejemplos de esta estrategia se observan en algunas problemáticas que enfrentan cinco grupos indígenas fronterizos que viven en los estados de Baja California y Sonora: los cochimíes, los kiliwa, los paipai, los kumiay y los cucapá. Los académicos, funcionarios y los medios los agrupamos bajo el término de cochimí-yumanos (por su filiación lingüística), pero ellos se reconocen entre sí como nativos. Desde mediados del siglo XX el deficitario reconocimiento de los no indígenas a la existencia de estos grupos se ha traducido en un reconocimiento deficitario de sus derechos como pueblos indígenas, justificando así el despojo territorial y la criminalización de algunas de sus prácticas de subsistencia. Estos grupos comparten algunas prácticas culturales derivadas de su vida en territorios desérticos. Son poblaciones demográficamente pequeñas (entre todos no son más de 3,000 personas) que mantienen prácticas asociadas al nomadismo estacional, como: patrones dispersos de asentamiento y gran movilidad, además de cazar, pescar y recolectar semillas. En el siglo XIX, tres de ellos (los kumiay, los cucapá y los paipai) vieron sus territorios divididos por la frontera entre México y Estados Unidos y, en la actualidad, casi todos se desplazan entre ambos países.
Hoy, ellos luchan por su derecho “a permanecer cambiando y a cambiar permaneciendo”, a nombrarse a sí mismos y a ser reconocidos como indígenas a pesar de no “cumplir” con los estereotipos que los no indígenas solemos imponer a los indígenas (vivir en comunidad, hablar una lengua indígena, usar vestimenta “tradicional”, que las mujeres sean sumisas, por ejemplo). A pesar de sus luchas en distintos ámbitos, algunos académicos, funcionarios y medios se refieren a estas poblaciones en pasado y, alarmados, aseguran que “su milenaria cultura muere en silencio”. Frente a estos pronósticos un líder nativo señaló: “Como somos pocos, como estamos regados, como no hablamos la lengua, pos hablan de nosotros en pasado, como si ya no existiéramos. [A alguien] le ha de convenir decir que ya no existimos, que nos estamos extinguiendo, pero pos nosotros aquí seguimos, aquí estamos. Luchando por nuestra tierra, por nuestra cultura, por dejarle algo a nuestros hijos” (Julio, 2008). Además de las sospechadas conveniencias de desconocer la existencia y particularidades de los nativos, considerar sus transformaciones como signo de su desaparición, impide observar otros procesos que tienen lugar entre ellos, que dan muestra de la vitalidad y permanencia de sus culturas que viven, aunque no estemos dispuestos a escucharlos. Uno de estos procesos, que además distingue a los nativos de otros grupos indígenas y no indígenas, es la construcción de relaciones de género más igualitarias: “las mujeres nativas no caminan atrás de los hombres, sino a su lado; son compañeros porque jalan parejo”. Al menos desde la década de 1980, las mujeres nativas encabezan muchas de las luchas de sus grupos; mostrando así que el reconocimiento de sus derechos nunca será pleno si no viene aparejado con el reconocimiento de los derechos colectivos de sus pueblos.
Frente a los problemas que enfrentan estos grupos, las mujeres nativas han sido particularmente activas: como conocedoras de su cultura, como líderes en sus comunidades y como interlocutoras frente al Estado y la sociedad. Algunas de ellas han reforzado sus prácticas tradicionales (elaborar artesanías); otras se han apropiado de actividades restringidas a los varones (el canto tradicional); muchas han sido gestoras del “rescate” de prácticas y saberes tradicionales (la revitalización lingüística); otras se han profesionalizado, principalmente como maestras; algunas más han asumido el liderazgo en sus familias y comunidades; otras se han vinculado con movimientos indígenas a nivel local y nacional y han recurrido a canales institucionales o impulsado procesos judiciales para defender su territorio y garantizar sus derechos como mujeres e indígenas. En su vida cotidiana y a través de sus reivindicaciones muchas mujeres nativas desafían y cuestionan los discursos y estereotipos que los no indígenas solemos imponerles, adaptando sus saberes “milenarios” a sus nuevas necesidades y desafíos. ¿Será entonces que estas culturas milenarias mueren en silencio o será que necesitamos aprender a escuchar a quienes las viven?
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