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El campo norteño: labrar en el desierto El perro González
Cuando se medita sobre el campo al norte del país, los pensamientos se nublan por el desconocimiento de su geografía recia, sus climas extremos y sus habitantes diversos, que a través de los años han permanecido en constante pugna por sobrevivir. Opacados por la nota roja de tierras sin ley y sin un gobierno del cual pueda partir un orden establecido para sus habitantes, donde el reporte cotidiano son balaceras, migración, desaparecidos, y sus culpables: el PRI… Sin embargo, antes de los dinosauros con corbata, la naturaleza y el humano ya ocupaban la región, moldeándose mutuamente. Esta relación humano-naturaleza, establecida desde hace siglos, ha dejado rastros en la evolución de las prácticas sociales como son la memoria gráfica, musical y oral del norte (desde los petroglifos hasta el canto cardenche y las danzas matachines) que relatan el vivir en el desierto de las poblaciones nómadas y su adaptación a la organización territorial dictada por el clima, interpretando las temporadas de migración para la caza, la recolección y la pesca que les permitió habitar lo “inhabitable” (la dificultad de obtener alimento y agua se debió mayormente a las condiciones físicas del espacio, por ejemplo. Coahuila como estado, ocupa 151,595 km2 de los 450,000 km2 del desierto chihuahuense; la mitad de esta localidad, con excepción de la Laguna, se nutre del agua de ríos temporales y precipitaciones intermitentes de únicamente 400 ml anuales, mientras que la otra mitad de la entidad, depende de los ríos subterráneos, a más de medio kilómetro de profundidad, derivados de las 6 cuencas hidrológicas en la región Bravo-Conchos. A esto se le aumenta la dificultad de su obtención, debido a la sombra hídrica provocada por la piedra caliza de la Sierra Madre Oriental y las temperaturas anuales que oscilan entre los 40°c en verano y los 0°c en invierno).
Quienes no lo hicieron (moldearse con las características de este entorno), fueron las coronas extranjeras, que trajeron otras prácticas (entre ellas la cultura agrícola, minera y ganadera) que con reformas imperiales y políticas públicas fueron construyendo proyectos dislocados del territorio nacional. Las divisiones políticas entregaron territorio, pero ¿a quién?, las concesiones trajeron trabajo, pero ¿qué tipo de trabajo? y sí se ocupó la mano de obra de la población, pero ¿a qué costo? El desarrollo modernizador transformó a los jornaleros en operarios fabriles, la diversidad en monocultivo, el recolector en ganadero obligando a depender de las inyecciones de capital de Procampo o de la Financiera Nacional de Desarrollo Rural, las tiendas de raya contemporáneas. Desde las grandes haciendas hasta las maquilas, se ha ido instalando una acumulación de capital que le dio a la población una condición de mera fuerza de trabajo despojada de sus prácticas y obligada a venderse para subsistir, ya sea en las minas de carbón o la pizca de ixtle, guayule y candelilla, en la maquiladora de alguna empresa extranjera o en definitiva en Estados Unidos. Esto funcionó para el empobrecimiento de un ejército laboral de reserva pero con prestaciones para “que sigan trabajando pero que no se mueran”, favoreciéndose de esto familias como la Sánchez-Navarro, los Madero y hasta los Moreira a través de los medios legales e ilegales, que procuraron una población que se transformó de transeúnte a esclavo, de jornalero a obrero fabril.
Según el valor de su peso en oro o el porcentaje que ocupemos en el PIB, en el Tratado de Guadalupe-Hidalgo o en el TLCAN, estas familias y grandes nuevos caciques (herederos de su propia historia) plantean una presión de orden económico que actualmente excluye de la toma decisión a la población para introducir tiraderos de desechos tóxicos (como es el caso de General Cepeda), apoyar empresas que inyecten veneno al subsuelo para obtener gas (como la fractura hidráulica planeada desde Ocampo hasta Ciudad Acuña), acaparar el vital líquido de las escasas afluencias de agua (como sucede en la Laguna, donde las empresas refresqueras, vinícolas y lecheras acaparan y agotan el recurso). Si bien lo descrito aquí no busca retirar lo nublado del desierto, sí aspira a dibujar un espejo con otros en donde el “desarrollo ajeno” tocó a la puerta y preguntarnos: ¿qué pasará cuando el agroquímico termine por matar el suelo, la semilla mejorada no pegue y el temporal sea tan escaso y tan doloroso como sacarse la espina de un cardenche? ¿Qué pasará cuando el agroquímico termine por matar el suelo, la semilla mejorada no pegue
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