abía tanta expectativa por ver La forma del agua, de Guillermo del Toro, que uno temía que las cosas se salieran de control en sus funciones de prensa e industria. Pero la organización del TIFF es sabia y dispuso dos salas grandes a la misma hora para la proyección de la reciente ganadora de Venecia. No hubo necesidad de empujones ni de dar portazo (si tan sólo los de Cannes siguieran ese ejemplo).
Se abusa tanto del término obra maestra
en esto de la crítica, que uno lo usa con precaución. Pero no hay otra forma de describir el décimo largometraje de Del Toro, una amalgama hermosa y cruel de sus obsesiones primordiales, que consigue combinar la melancolía conmovedora de El laberinto del fauno (2006) con el desparpajo lúdico de Hellboy (2004). Un cuento de hadas para adultos, una historia de amor loco, un thriller de espionaje y hasta un musical, todo envuelto en el mismo paquete de refinado diseño visual.
La acción se sitúa en 1962, en un laboratorio gubernamental de Estados Unidos. Allí, la afanadora muda Eliza (Sally Hawkins) atestigua la llegada de un hombre anfibio (Doug Jones), traído del Amazonas donde es considerado una deidad. Maltratado por el sádico agente Strickland (Michael Shannon), el extraño ser corre peligro de muerte. Es cuando Eliza decide rescatarlo con la ayuda de su vecino, un pintor publicitario (Richard Jenkis) y un científico (Michael Stuhlbarg).
Esa sinopsis no da cuenta de la riqueza de detalles con que el cineasta cuenta su historia. Pocos autores del cine fantástico han estado tan enamorados del concepto del monstruo como Del Toro. El hombre anfibio es una creación que desciende genéticamente de El monstruo de la Laguna Negra (Jack Arnold, 1954), pero aquí se le permite convertirse en la Bestia para la Bella de Eliza. Sólo a Del Toro se le ocurriría transgredir la norma y proponer una posibilidad inusitada en el género.
La sexualidad asoma como nunca antes en su cine, así como el comentario político. Situar la historia en plena guerra fría le permite a Del Toro constatar que, medio siglo después, las cosas no han cambiado mucho. El miedo a lo diferente se sigue manifestando, ya sea como discriminación racial o paranoia ante los rusos, y por ello ha creado a un villano tan eficaz como Strickland, una encarnación del fascista ordinario oculto en el hombre de poder gringo.
En sus momentos finales, La forma del agua alcanza dimensiones de verdadera poesía cinematográfica. Del Toro es un romántico incansable y aquí le enmienda la plana a Jean Cocteau, entre otros autores que han buscado la imaginería sublime. Por unos instantes, también creemos que la fuerza del amor todo lo puede.
Ya habrá ocasión de hablar más ampliamente de las maravillas de La forma del agua, cuando se estrene en México a finales de año.
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