El concepto de patria
petición reiterada de un amplio sector de la multitud que me exige, me urge, a que deje descansar a los sufridos lectores de los prolijos alegatos que vengo asestándoles desde tiempos que ya les resultan inmemoriales sobre la absurda y limitada concepción de patria, entendida pobremente como el simple lugar de nacimiento de una persona. Y lo mismo la ilusa y naif suposición de que 120 millones de personas que nacieron dentro de un espacio de 2 millones de kilómetros cuadrados, pero con brutales diferencias en la altitud en la que aterrizaron y viven, son, por ese sólo incidente geográfico, paisanos, connacionales mexicanos con iguales sentimientos de amor, lealtad y orgullo de su origen e historia.
México se ha ido conformando como nación, en mucho, por su permanente lucha ante las hegemonías colonialistas, intervencionistas, invasoras y siempre expoliadoras de nuestra población y recursos. Sabemos, por tristes y fatales experiencias, que en los momentos más difíciles y definitorios de nuestra historia, cuando la soberanía, la independencia, la libertad y la integridad misma del territorio han sufrido agravios y perjuicios, el pueblo, las gentes (véase la explicación que hace José Emilio Pacheco de uso del plural gentes, de acuerdo al lexicón de María Moliner: personas de distintas clases
), además de batirse con los ejércitos extranjeros, tienen que enfrentar al peor de los enemigos, el interno, los colaboracionistas de los agresores con quienes tienen más intereses e identificación (aspiracional, por supuesto) que con el pueblo, con el que muy a su pesar comparten lugar de nacimiento.
Pienso que si el poeta potosino Francisco González Bocanegra, autor de la letra del Himno Nacional, hubiera conocido a Miramón, Márquez y Mejía, o a los integrantes de la Junta de Notables que en nombre de todos los mexicanos ofreció a Napoleón la patria nuestra para que extendiera sus dominios (y así ellos pudieran pasar a formar parte de una corte imperial europea, aunque fuera en la sucursal México), no se hubiera atrevido a escribir el audaz versito que todos hemos cantado alguna vez: piensa ¡oh patria querida! que el cielo / un soldado en cada hijo te dio
. A ese verso le falta aclarar en qué ejército se daría de alta el uno por ciento que posee 43 por ciento de la riqueza nacional. Y aunque ya ofrecí el cambio de tema, no puedo abstenerme de dejar una preguntilla en el aire, pese a que Irma se haya propuesto enfrentar al maestro Dylan y soplar todas las respuestas que en viento pensábamos seguras.
Por lo que respecta a la unidad nacional, he dicho más que suficiente. Por eso me concreto a transcribir dos opiniones que, con gran claridad, expresan lo que yo, escéptico y con experiencias poco agradables de las veces que he participado en acciones sociales, comunitarias, vecinales, de gremio o de partido que tienen como eje la unidad, transformo la desconfianza en reflejo condicionado. Hace unos meses, cuando las torpes, inexplicables e inútiles agresiones y amenazas de don Don(ald) se intensificaban, La Jornada publicó un editorial titulado: La unidad necesita un eje
. Poco tiempo después el general secretario de la Defensa Nacional hizo público otro pronunciamiento sobre el tema.
Después de un planteamiento de fondo, La Jornada afirma que aun cuando el reclamo de unidad ante los tiempos que se avizoran alcanza todos los rincones del país, la fragmentación política y social que padecemos exige proyectos y compromisos que vayan más allá del rechazo a la prepotencia externa y tiendan a solucionar las desigualdades e injusticias que todavía lesionan a nuestra sociedad. Sólo con un eje de esas características puede concretarse la unidad efectiva de todos los mexicanos
.
Por su parte, el general Cienfuegos señaló: Los invito a que nos sumemos a este llamado y rompamos el cerco de violencia e inseguridad con impulso de la educación y el trabajo; formemos en valores a nuestros hijos desde el seno de los hogares...
El general Cienfuegos consideró que los tiempos actuales convocan a la unidad entre todos los mexicanos, porque la nación nuevamente está a prueba
.
Con tales conceptos me doy por bien acompañado en esta larga saga, en la que se me ocurrió tocar, aunque fuera al desgaire, algunos tabúes: el patriotismo absoluto que se desborda impetuoso en todo terrícola nacido en nuestro territorio y la convicción de que la unidad entre ellos es un milagro que supera toda nimia diferencia de clases.
Ya liberado de este socavón histórico, en el que solito me empiné, paso, aprovechando que pasado mañana se conmemora la gesta de los niños héroes
, a relatarles una breve anécdota que nos sucedió a un grupo de dirigentes de la Federación Estudiantil de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) hace medio siglo, durante la conmemoración del heroico comportamiento de los cadetes del Colegio Militar el 13 de septiembre de 1847 frente al ejército invasor estadunidense.
Terminaba la década de los años 50. Antonio Tenorio Adame, el joven preparatoriano Juan José Durán y este escribidor, quien batalla con la memoria, presidíamos una de las organizaciones de estudiantes de la UNAM. Cada año se elegía a las directivas de las sociedades de alumnos de escuelas, facultades y prepas adscritas a la universidad. Dentro de ellas el cargo más importante era el de delegado a la federación, que reunía a todos los planteles mencionados. La importancia que en la vida nacional tenía un conglomerado juvenil de tan amplias dimensiones era un activo que no podían pasar por alto el gobierno, los partidos políticos, las iglesias, los grupos empresariales, las organizaciones sindicales y, por supuesto, las embajadas. El origen de clase y la formación ideológica de la mayoría de los egresados de las preparatorias, tanto universitarias como la mayoría de las de provincia (hórrida palabra por su implicación peyorativa), aseguraban una natural inclinación de los muchachos hacia la militancia variopinta en las organizaciones de izquierda. Maestros definitivamente inigualables auspiciaban generaciones liberales, progresistas, con clara conciencia social e impregnados de las ideas que durante el siglo XIX enarbolaron los mexicanos constructores de nuestro país.
En aquellos ayeres el presidente de la República era Adolfo López Mateos y su secretario era un joven abogado de nombre Humberto Romero Pérez. Tenía éste una extraña obsesión por la política estudiantil. Contaba con orejas en todos los planteles para que le informaran de las reuniones y proyectos de los grupos no controlados por él, merced a subsidios, aviadurías, comisiones, viáticos y apoyo en los principales medios de comunicación. Fue así como con verdadera alarma se enteró de la convocatoria que desde una semana antes habíamos lanzado urbi et orbi por medio de volantes, notitas que algún columnista simpatizante colaba, mítines relámpago en los camiones, visitas a otras escuelas, etcétera. El tema era tan sensible para todos los grupos sociales que la gente nos felicitaba por nuestra dedicación para que ese acontecimiento tan conmovedor jamás se olvidara. Conforme la fecha se acercaba, las presiones se acentuaban y tomaban un tono más persuasivo (o mejor expresado, disuasivo). Se pasaba de un viajecito a Acapulco (all inclusive) a una buena farra ese fin de semana a una calentadita con especialistas de alto nivel: El Pariente, El Vitaminas y los demás miembros del claustro académico que integraban los equipos de lucha o futbol. Los líderes de las otras Feus se echaron para atrás cuando les hicimos ver que tapizaríamos Ciudad Universitaria, las escuelas y las prepas ubicadas afuera del campus con sus fotos, vestidos de soldados gringos masacrando a los cadetes que ahora identifican las calles de la Condesa.
Una hora antes de la cita nuestros altavoces se habían apoderado del espacio circundante y la gente ávida de espectáculo nos jalaba de un lado a otro para que les dijéramos en qué consistía el espectáculo y cuánto costaba. A fuer de cronista fidedigno debo confesar que la concurrencia era impresionante, porque de cada 10 apoyadores voluntarios y entusiastas cuando menos tres eran efectivos de alguna dependencia policiaca, dependiente obviamente también de El Chino Romero, como se decía en ausencia al secretario del Presidente. De pronto alguien descubrió que a ninguno se nos había ocurrido llevar una bandera estadunidense que permitiera un final verdaderamente climático a esa nuestra concentración que jamás volveríamos a conseguir, o ¿cuándo se repetiría la coincidencia de un 13 de septiembre en domingo?
Al tiempo que nos entregaba la bandera, se oyeron los taconazos inconfundibles de las botas militares. Abriéndose paso entre los asistentes, una docena de cadetes del Heroico Colegio Militar se presentó ante nosotros. Queremos hablar con ustedes, dijeron. Sus voces eran aún de las que la adultez todavía no se marca. Estoy seguro que ellos, como nosotros, no eran todavía (esos tiempos) mayores de edad. Creo que fue Tenorio quien contestó: Seguro. Pero delante de quienes nos vinieron a acompañar.
En apenas una semana platicaremos sobre una emocionante conversa.
Alfonso Cuarón, Guillermo del Toro: así como se sufre por vergüenza ajena, se puede sentir orgullo por los méritos ajenos.
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