sí pudo haberles dicho el titular de Hacienda a sus coetáneos y compañeros de sueños de ascenso y grandeza. Misión cumplida
, agregará el entusiasta y si alguien lo duda que vea de nuevo las proyecciones que acompañan el proyecto de Presupuesto: atrás queda la trampa del crecimiento lento y a su ritmo empieza el arribo a la tierra prometida: crecimiento al alza siempre y cuando la capacidad de aguante de los más se mantenga unos años más. Y de ahí pa’l real.
Ya lo discutirán los partidos en las cámaras y los medios se harán eco de los mensajes a su manera. Lo que no debería poder eludirse es la realidad hostil y rejega que conforma la base de las proyecciones que nos ofrece esta vez la Secretaría de Hacienda. Por más que le hagamos, esa base de crecimiento, inversión y empleo no sostiene el optimismo hacendario y sus panoramas para el futuro carecen del soporte mínimo necesario.
Por qué el gobierno decidió cerrar su tour de force en contra de la realidad inmediata y más o menos obvia de esta manera, es algo que deberá dirimirse pronto. No sólo se empeñó en darnos un horizonte social edulcorado que no tiene correspondencia con la forma de vida de la mayoría; también nos asesta una perspectiva para el país que, al menos, requeriría de serias y rigurosas consideraciones sobre los modos como México puede, en efecto, aspirar a ser potencia del primer mundo.
No lo hará estigmantizando lo mejor de los esfuerzos dedicados a medir y evaluar nuestro desempeño. Tampoco logrará gran cosa negando que las cifras que dan cuenta del estado de la nación son producto de los órganos del propio Estado y desentendiéndose del mandato mismo de la Constitución y las leyes correspondientes, que definen unos compromisos a los que no puede renunciar gratuitamente el grupo gobernante.
No sin razón, digamos que objetiva, los dirigentes del Estado y el capital han planteado como gran visión nacional la de volvernos potencia, país desarrollado, aspirante a las ligas mayores de la producción y el bienestar. Pero, a la vez, el mínimo sentido común que nos queda tendría que obligarnos, a la sociedad en su conjunto y a las mencionadas elites, a darle a nuestras expectativas un sentido de realidad que pasa por asumir los datos, las cifras, los dichos y los hechos que dan sentido a la realidad circundante. Y es eso lo que no hace el gobierno; lo rechaza su mundo financiero hacendario mientras celebra que así ocurra el de los negocios y la concentración del privilegio.
Si el presidente y su gobierno nos dijeran que la circunstancia de concentración del privilegio de que dan cuenta las cifaas del Coneval y el Inegi son su punto de partida para el necesario examen de conciencia de fin de sexenio. Si la Secretaría de Hacienda asumiera con claridad y sin ambages el impacto negativo que sobre la existencia social han tenido tantos años de crecimiento económico por debajo de las necesidades sociales. Si los partidos y la opinión pública admitieran que no puede haber una democracia creíble y apreciable en medio de tanta desigualdad y vulnerabilidad, con cifras de pobreza impresentables, entonces, no antes, podríamos hablar de alguna celebración que, sin embargo, tendría que ser humilde y austera, para no hacer el papelón de costumbre.