l ensayo atómico más reciente de Corea del Norte –realizado ayer–, que según los medios oficiales de ese país habría consistido en la detonación de una bomba de hidrógeno, o termonuclear, fue respondido de inmediato con una salva de amenazas por el gobierno de Donald Trump. Éste declaró por la mañana que buscará la paralización total de los intercambios comerciales norcoreanos –lo que implicaría suspender los negocios entre Estados Unidos y los países que aún comercian con Pyongyang, en referencia a China–; mientras el secretario de Defensa, Jim Mattis, amagó con una respuesta militar masiva
de Washington. Alemania, Francia, Gran Bretaña, Japón y Corea del Sur se unieron de inmediato a las condenas por el ensayo y otro tanto hicieron China y Rusia. En tanto, el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) tiene previsto realizar hoy una reunión urgente a fin de analizar eventuales sanciones contra Corea del Norte.
La gravedad de la prueba de la pretendida bomba de fusión detonada ayer, que habría tenido una potencia de cien kilotones (unas cinco veces más potente que la lanzada por Estados Unidos contra Hiroshima) reside en que, según el gobierno norcoreano, dispositivos de esa clase pueden ser montados en los misiles Hwasong-14, probados en julio, y capaces de alcanzar Alaska. Si el régimen de Kim Jong-un logra incrementar en un 30 por ciento el alcance de esos vectores, buena parte del territorio estadunidense quedaría expuesto a un eventual ataque atómico desde la nación asiática.
Por si hiciera falta, en la jornada de ayer la tensión internacional se elevó por el diferendo entre Washington y Moscú a propósito de las sedes diplomáticas rusas en territorio estadunidense que fueron cerradas y controladas por el Departamento de Estado. Para colmo, una de ellas, el consulado ruso en San Francisco, fue allanado por las autoridades del país anfitrión con el pretexto de una columna de humo que salió del edificio.
Para poner en perspectiva la crisis en la península coreana debe señalarse, en primer lugar, que las armas nucleares tienen como objetivo principal la disuasión del adversario y que si el régimen de Pyongyang decidió lanzarse a la incierta y peligrosa aventura de fabricarlas, fue con la finalidad de impedir una invasión estadunidense a la manera de las que Washington llevó a cabo en Afganistán e Irak. Así lo entendieron, a pesar de la retórica tremendista norcoreana, los gobiernos encabezados por George W. Bush y Barack Obama, los cuales oscilaron entre las negociaciones y las sanciones diplomáticas y económicas como principales instrumentos para hacer frente a ese proceso armamentista. No obstante, la llegada de Trump a la Casa Blanca se tradujo en una inmediata escalada de amenazas hacia Corea del Norte, la cual obtuvo una respuesta correspondiente.
En la circunstancia actual, el presidente republicano se encuentra atrapado por su propia retórica en una encrucijada de difícil solución: o se resigna a emitir un gesto de debilidad y regresa a la política de la negociación, o prosigue el camino redondo de las sanciones –las cuales han demostrado una nula eficacia ante la determinación norcoreana de fabricar un arsenal nuclear de plena capacidad disuasoria– o bien se decide a ensayar alguna suerte de agresión bélica que resultaría extremadamente peligrosa: el gobierno estadunidense no tiene manera de garantizar que un eventual ataque quirúrgico
dirigido a instalaciones atómicas de Norcorea no sea respondido con un bombardeo, así sea con armas convencionales, a las posiciones militares estadunidenses en Corea del Sur o en Japón.
En tales circunstancias, cabe esperar que el Consejo de Seguridad de la ONU se abstenga de aportar más leña al fuego y, por el contrario, llame a la contención y a la sensatez de Washington y de Pyongyang. En las circunstancias actuales parece ser que la única manera de preservar la paz mundial es aceptar el hecho consumado de que el llamado club atómico tiene un nuevo integrante. No sería, desde luego, la primera ocasión: India, Pakistán e Israel se han dotado de bombas atómicas sin que la comunidad internacional haya podido o querido impedirlo.