ecurso de utilidad pública, propiedad de la nación y derecho humano inalienable, el agua en México –es decir su extracción, tratamiento, aprovechamiento y distribución– es objeto de una normativa abundante, variada y sometida a frecuente examen. Los documentos rectores en la materia son la Constitución y la Ley de Aguas Nacionales; pero existe también un buen número de disposiciones relativas a su regulación en distintos instrumentos legales locales e internacionales, incluidos numerosos acuerdos y tratados, la mayoría de los cuales destaca el valor social y ambiental del producto en su calidad de elemento esencial para la vida. Este carácter hace que cualquier gestión de la misma por parte de particulares, aun cuando está explícitamente considerada en el artículo 27 constitucional, sea vista con el comprensible recelo que amerita un recurso público depositado en manos privadas.
A largo de los últimos años, la creciente escasez de agua en el mundo –por debilitamiento de los mantos acuíferos a raíz de las variaciones en los regímenes de lluvias, contaminación de las cuencas hidrográficas y los cauces de los ríos, explotación pecuaria industrial intensiva y otros factores– ha acentuado su condición de elemento estratégico, con lo que las discusiones en torno a su eventual privatización han subido de tono drásticamente.
De ahí que sea preciso seguir con especial atención el texto que tendrá la proyectada ley general de aguas que está preparando la Comisión de Agua Potable y Saneamiento de la Cámara de Diputados. Dicho texto consideraría entregar en concesión una serie de actividades que en la práctica significaría dejar parte del recurso más vital de que dispone la vida orgánica al arbitrio de empresas que, como tales, privilegian el beneficio económico propio por sobre el interés colectivo.
Desde luego que el proyectado documento no manifiesta esa voluntad de manera expresa ni incluye fórmulas que dictaminen la cesión grosera del recurso a la iniciativa privada; pero una lectura acuciosa de su contenido revela que, en el mejor de los casos, una vez aprobado en sus términos, el manejo sería, en nuestro país, patrimonio de unos pocos.
Es previsible que, y atendiendo a una política social que con sus vaivenes y sus distintos enfoques ha venido caracterizando al Estado mexicano, la ley en proceso contemple la asignación de recursos públicos para aquellos sectores de la sociedad que padecen altos grados de vulnerabilidad y marginación, a fin de que puedan acceder al uso y consumo del agua a bajo costo o sin costo alguno; pero quienes se encuentran del otro lado de esa línea (a menudo bastante borrosa) tendrán que pagarla. Esto no es lo malo, dado que ponerle precio a un recurso cuya gestión tiene un costo resulta muy lógico; lo malo es que ese precio no sería el razonablemente fijado por el Estado para su población y destinado al mantenimiento del sistema, sino uno establecido con el propósito de obtener ganancias y, en consecuencia, muy superior a aquél.
El articulado de la ley que se está preparando se distribuye en media docena de títulos que comprenden descripciones y especificaciones técnicas, así como una puntillosa descripción del papel que corresponde a la instancias oficiales vinculadas con la gestión del agua. Pero con todo y los mecanismos que prevé para que dichas instancias conserven el control de esa gestión, en sus disposiciones se advierten grietas a través de las cuales se le abre paso fácilmente a la búsqueda del lucro.