n prácticamente cada acontecimiento de la vida pública se encuentra el abandono, el desafane o el olvido de los funcionarios y agencias responsables. Sean Tláhuac o el socavón, Guerrero todos los días, o los mil y un accidentes en las carreteras, debidos a la sobrecarga de los camiones, o el estado lamentable de la infraestructura educativa o de atención a la salud, el veredicto es unánime: el órgano desconoce la función, se olvida de la misión o nadie asume las insuficiencias (re)conocidas pero nunca atendidas de las capacidades instaladas. Se trata de la cultura de la indolencia instalada en la vida misma del Estado.
Lo que sobresale es, en efecto, la indolencia en el servicio público que aumenta a medida que aumentan las necesidades que el mercado, el ingreso o la suerte no pueden resolver. Hablamos aquí de necesidades cuya insatisfacción aqueja a millones de mexicanos, muchos más que lo que los secretarios parecen dispuestos a registrar en sus estados de cuenta. Aquí radica el drama mexicano que en muchas regiones y localidades se ha vuelto tragedia, y dado lugar a una auténtica y nefasta cultura de la violencia.
El olvido y el descuido no tienen justificación. Hablamos de años de maltrato público, estatal, de sus órganos especializados cuyos servidores han visto el deterioro de las infraestructuras, de la relación consecuente con las comunidades y, desde luego, de sus salarios y prestaciones.
En este plano, como en otros, por desgracia, lo que el país ha vivido en las últimas décadas es el retiro del Estado, su renuncia a cumplir sus obligaciones constitucionales y, lo más grave, la desnaturalización del compromiso histórico del Estado revolucionario sin que sus dirigentes lo hayan consultado con nadie.
El rescate del Estado es por esto la tarea primordial que tenemos en frente. Puede querer sustituirse el gobierno y echar al mar al partido gobernante; puede inventarse un régimen alternativo y hasta una nueva Constitución escrita por hombres y mujeres intachables. Lo que no puede hacerse es pretender fundar una república nueva sin atender a los veredictos de nuestra historia, la pasada y la reciente, la que todavía no acaba de pasar y que tiene que ver con nuestra más que breve saga democrática.
Los historiadores e ideólogos del porvenir tendrán que rendir sus propias cuentas con lo que traen entre manos y con lo que contribuyeron a hacer. Pero lo que no pueden hacer es proponer el olvido como recurso para justificar el juicio final a que convocan.
No se vale tanta desmemoria entre profesionales del recuerdo y valedores de la política democrática. Si en efecto, como parece ser el caso, hemos llegado a una encrucijada, lo primero a hacer es el balance de lo hecho y logrado antes de inventarse en el INE los chivos expiatorios del caso. Muchos de los justicieros y justicieras de esta hora, celebraron y hasta reclamaron su lugar en el supuesto nuevo régimen de la alternancia. El que nada de eso haya funcionado no es culpa de la República.
De lo que se trata hoy es de pasar, y pronto, de la indolencia a la superación de la violencia, porque de aceptar que se vuelvan cultura no puede sino llevarnos a la autodestrucción. Sobre la que algunos harán la glosa sin rendir cuenta alguna, porque tendrán beca fuera.