Sábado 5 de agosto de 2017, p. a16
De manera natural, la música de Anton Bruckner flota en el ciberespacio.
Aparece por igual en listados de Spotify que en videos en YouTube que en rediciones digitalizadas.
Su aparición espontánea brinda la oportunidad de disfrutar los logros más elevados que la humanidad ha realizado en el territorio del gozo, la exaltación de los sentidos, el ascenso.
Uno escucha a Bruckner y percibe muy nítidamente cómo nuestros pies se despegan del piso y al mismo tiempo siguen ahí, pues se trata de una música nacida de la contemplación mística por igual que del rigor técnico más depurado.
En el Disquero anterior discurrimos sobre las opciones infinitas que la tecnología abre al escucha, desde la sofisticación hasta la sencillez. Es decir, desde la escucha en sistemas de sonido high tech, hasta el oír en el teléfono celular, sin audífonos siquiera.
Bruckner es un ejemplo magnífico que muestra, entre otros misterios, la manera en que cada uno de nosotros escucha música: diferente, siempre diferente.
El tema inicial, por ejemplo, de la Cuarta Sinfonía de Bruckner, me otorga una sensación de infancia, inocencia, frescura, ternura, mucha ternura, cuando a otra persona le puede resultar una experiencia bien diferente, aunque, he ahí la hondura del misterio, siempre habrá puntos de contacto entrambas experiencias.
La Sinfonía Romántica, numerada 4, de Bruckner, es por cierto puerta de entrada, puerto de partida hacia el océano, para incursionar en ese infinito universo.
Sucede algo semejante con el cosmos (comparada la obra mahleriana con la de su mentor, Bruckner, resulta apenas pálida sombra) de las sinfonías de Gustav Mahler, cuya Cuarta, por cierto, imbuye en el territorio de lo celestial, lo pueril. La infancia como guía.
Como recomendar discos se ha convertido en un deleite multiplicado por las opciones infinitas que pululan en la web, el Disquero ahora no sólo puede acompañar al lector en su deambular por el interior de una tienda de discos, sino también entre los laberintos de las play list, los track listing, los Daily mix, y todas las linduras con las que la tecnología apapacha rico al melómano hoy.
¿Cuál Cuarta de Bruckner escucho? Es decir, ¿cuál versión, con cuál director?
La pregunta es apetitosa y las respuestas muchas. Hablaremos enseguida de los grandes directores brucknerianos. También, diremos que Bruckner escribió muchas versiones de sus mismas sinfonías, al punto que prácticamente no existen versiones definitivas de sus obras, aunque sí versiones originales.
Los grandes directores brucknerianos: en primerísimo e indiscutido lugar, maese Günter Wand (1912-2002), reconocido como el más profundo conocedor de todos los misterios que encierran las partituras del compositor austriaco.
Escuchar la Sinfonía 8 de Bruckner dirigida por Günter Wand es una de las experiencias más enriquecedoras, profundas, aleccionadoras, apasionantes e intensas que pueden existir.
Hay una grabación en video de la última vez que Günter Wand dirigió esa obra monumental, apenas dos meses antes de morir y lo vemos ahí, el cuerpo físico a punto de fenecer, pero el cerebro a mil, la mirada brillantísima, los gestos infinitesimales, la inteligencia desarrollada en bien de la humanidad. De tan sólo recordar ese video, se me pone la piel chinita.
Günter Wand utilizando sus últimas energías corporales para recrear una obra maestra es nuevo ejemplo de inmortalidad. Ya no están ni él ni Bruckner físicamente y sin embargo se mueven.
Si bien la inmortalidad no existe, hay procedimientos que la trascienden. Trascender. El término trascender
lo utilizan los sabios para referirse al acto de abandonar el cuerpo físico.
Es un lugar común decir que los compositores clásicos son inmortales. Lo que es cierto es que cuando escucho una sinfonía de Bruckner percibo ideas, anhelos, puntos de vista, opiniones, contemplaciones, las manifestaciones de una persona que está frente a mí, incorpórea, haciendo un esfuerzo por expresar lo inefable. He ahí a Bruckner.
Expresar lo inefable, junto al anhelo de saber, la necesidad de adquirir conocimientos, figuran entre los haberes de una sinfonía de Bruckner.
También, la exaltación anímica, el furor, la potencia entera de saberse vivo, la fuerza de volcanes, géiseres y demás portentos, sonando.
La sensación más clara entre las muchas que experimenta quien escucha a Bruckner, es la del oleaje, el ser mecido en agua tibiecita. Y en un instante, salir catapultado hacia el mismísimo cosmos, en un estremecimiento que se parece muchísimo al relámpago.
El efecto acumulativo en Bruckner es sencillamente atronador. Va juntando, va juntando, va juntando energía en olas concéntricas, en melodías que van cobrando cuerpo, en una rítmica inexorable y lenta, lenta, lenta que se vuelve vorágine. Y todo estalla en mil pedazos. Big Bang. Eso, Bruckner significa recomienzo, recomenzar, volver a empezar. Fluir.
Sinfonías 4 y 8 de Bruckner con Günter Wand: epifanías. Como lo son las versiones que dirigió uno de los directores predilectos del Disquero: Sergiu Celibidache, Cheli, quien grabó, al igual que lo han hecho unos cuantos (entre ellos el gran Eugen Jochum), todas las sinfonías de Bruckner y en distintas ocasiones.
Sinfonía 9, con tan sólo nombrarla viene en automático el nombre de Simon Rattle, autor de la más reciente manera de nombrar a Bruckner utilizando una orquesta sinfónica en lugar de palabras, porque esa es la manera de expresar lo inefable. Con música. Con el pensamiento. (Pienso en ti, te nombro. Aquí estás).
Apoteosis, volcanes, géiseres. Y también arrullos, murmullos de Dios, musitaciones al oído, caricias en el alma: los movimientos lentos de las sinfonías de Bruckner son maneras de besar, formas que toman los abrazos, el crepitar de las iluminaciones.
Cierro los ojos, junto mis manos frente al corazón y hago una reverencia frente a usted, maestro Bruckner, porque están sonando sus murmullos, sus caricias, sus volcanes y sus géiseres.
Está sonando lo inefable.