ecía hace algunas entregas que la fragmentación electoral es una de las consecuencias de la fragmentación social. A su vez, la fragmentación en las políticas públicas y en las reglas del juego, es decir, en las instituciones, constituye un cuadrilátero de interacciones.
El voto fragmentado. El trasfondo es la mayor competencia entre partidos, la menor adhesión militante, el criterio autónomo del votante, el desplome de la confianza ciudadana todas las instituciones particularmente aquellas que son claves para la gobernabilidad.
Reformas electorales. El largo proceso de reformas electorales comenzado en 1977 tiene efectos amplificados por tres razones. El crecimiento de sectores de la población difícilmente encuadrables de manera corporativa como son las clases medias, marcadas por el 68 que afectó su comportamiento político. El lento proceso de descomposición de la coalición gobernante producto de las crisis económicas recurrentes y de la reestructuración capitalista de los ochenta. Y la acumulación de agravios socialmente sentidos, producto de excesos gubernamentales derivados de la corrupción y la impunidad.
Autonomía y antigobiernismo. El continente político que se expresa en el ámbito electoral tiene por principio unificador la libertad. Las redes sociales por su parte, que se expresan a través del conflicto distributivo tienen por principio unificador la igualdad. En 1988 parece avanzarse hacia una convergencia. La forma discursiva que se utiliza para ello, y al mismo tiempo para deslindarse del pacto corporativo, se da a través del término autonomía.
Lo electoral. Al convertirse el espacio electoral en el espacio privilegiado para dirimir disputas esa parcial convergencia entre redes sociales y luchas ciudadanas –particularmente electorales-, se debilita a partir del desarrollo de dos perniciosos fenómenos. La partidocracia y las políticas públicas que favorecen la individualización a costa de la solidaridad y el sentido de comunidad.
Ciudadanos libres. La idea del ciudadano libre opuesto a las corporaciones verticales encontró su lógica salida en la construcción de un sistema de partidos. Pero desde su inauguración con las reformas de 1996 se configuró un esquema oligárquico partidista con enormes barreras de entrada. Al mismo tiempo floreció el verdadero panorama institucional del poder en México. Un estado ya jibarizado que profundizó esa condición en la medida en que muchos interés corporativos buscaron preservar sus privilegios colonizando franjas de los aparatos gubernamentales.
Patrimonialismo. La partidocracia distribuyó el acceso a los recursos públicos, lo que antes era mecanismo exclusivo del partido hegemónico. La corrupción y la impunidad, así como los privilegios se expandieron. Para enfrentar lo anterior se busca establecer órganos autónomos del Estado que en el caso de IFE/INE resultaban evidentes. También se impulsó un poco antes la autonomía del banco central. A partir del siglo XXI en muchos ámbitos estratégicos donde se juzgó la necesidad de contar con órganos no partidistas e impulsados por importantes movimientos de opinión ciudadana, se construyeron instancias autónomas.
Estado paralelo. El panorama institucional basado en la desconfianza y la impopularidad de muchas instituciones claves para la democracia –partidos, congresos, poder judicial, ejecutivo federal- se ha orientado a la construcción de una especie de estado paralelo con agencias que tienen muchas y decisivas atribuciones, pero en general, y con algunas excepciones, con pocos dientes, es decir con poca capacidad para realizar su tarea central: hacer acatar las leyes.
Es decir la fragmentación en las instituciones no es solo por capturas de franjas del gobierno, sino por el desarrollo de órganos paraestatales.
Todo lo anterior repercute en las políticas públicas.
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