Canción de cuna para el misterio trágico
espués de una lluvia torrencial. ¿Cómo exorciza un país los fantasmas más siniestros de su historia? En su largometraje más reciente, Canción de cuna para el misterio trágico, el filipino Lav Díaz (Norte, el fin de la historia, 2013) propone un recorrido fascinante por algunos episodios, reales y ficticios, de una revolución de independencia que hacia finales del siglo XIX consigue liberar a Filipinas del dominio hispano. La duración extrema de la cinta (ocho horas) podría sugerir la crónica pormenorizada y realista del suceso histórico, pero lejos de ser tal el caso, lo que se despliega en la pantalla es un fresco impresionista que combina, según palabras del director, mitología, literatura e historia. En el plano literario, algunos escritos del poeta nacional José Rizal, guía espiritual de la independencia, proporcionan personajes memorables. Extraídos de El filibusterismo, su novela política de 1891, destacan dos figuras antagónicas, el joven Isagani (John Lloyd Cruz) y su némesis oscura, el burgués Simón (Piolo Pascual), a quien el revolucionario Isagani procura doblegar física y moralmente. En el terreno de la historia, un grupo de mujeres busca, sin descanso, los restos de Andrés Bonifacio, máximo luchador independentista, desaparecido por los españoles; la mujer que demuestra mayor tenacidad en el empeño es su viuda, Gregoria de Jesús (Hazel Orencio), mientras una joven traidora, Caeseria Belarmino (Alessandra de Rosi), hace las veces de una Malinche filipina. En paralelo transcurren las dos historias, una real, la otra novelesca, a las que Lav Díaz añade, como una dimensión alucinante, las míticas figuras conocidas como encantos
, creaturas centinelas de la selva que paradójicamente convocan la destrucción y el caos para garantizar perennemente el orden en el territorio liberado.
En el largo itinerario de la película se dan cita y se entremezclan esas tres vertientes narrativas (registro documental, ficción/poesía y deriva fantástica). El espectador puede tomarlas como guías del relato para no extraviarse del todo en las proclamas y los diálogos, siempre insistentes, en ocasiones oscuros, de los protagonistas, y entender de modo más cabal las citas de la poesía nacionalista de José Rizal. Lo más cautivador, sin embargo, es la fotografía en blanco y negro de Larry Manda, con sus claroscuros en la densidad de la selva infinita y las texturas y los climas tórridos y lluviosos que remiten al cine contemplativo del tailandés Apichatpong Weerasethakul (Malestar tropical, 2004; Síndromes y un siglo, 2006). Lav Díaz tiene, por supuesto, una voz muy propia, y una manera muy peculiar de comprender y abarcar en sus cintas la realidad política, pasada y presente, de Filipinas, y, por extensión, los desvaríos de algunos autoritarismos emergentes en el resto del mundo. Sus películas, de cuatro, ocho u 11 horas de duración, serían apenas, en definitiva, mínimos fragmentos en la posible crónica de un cataclismo global. Se exhibe el sábado 29 y el domingo 30 en la sala 7 de la Cineteca Nacional en una sola función, con intermedios, a partir de las 14 horas.