uy grata experiencia es visitar la ciudad de Colima, que entre otros atractivos brinda la oportunidad de acercarnos a la cultura del Occidente mexicano. La conforman diversos grupos étnicos que dejaron su huella en una bella y original cerámica, que se ha encontrado principalmente en las llamadas tumbas de tiro
.
Lo más conocido son los perritos, que se representan en diversidad de formas, algunos de un realismo notable. Los hay con máscaras, recostados, en parejas y unidos como siameses, algunos en actitud alerta, listos para cumplir su labor de guía de los espíritus para los fallecidos. También llaman la atención los jugadores de pelota, muchos de ellos en agraciadas poses que semejan danzantes o jugadores de beisbol.
No se quedan atrás las representaciones de vasijas que parecen estar inspiradas en los bules y una variedad de figuras de animales, vegetales y personas en actividades de la vida cotidiana: aguadores, músicos, mujeres moliendo maíz, parejas abrazadas. Indudablemente tenían un gran talento para moldear el barro y una aguda capacidad de observación de su entorno.
No realizaron grandes construcciones, pero su cerámica nos habla de una vida sencilla y placentera, ya que no aparecen figuras de sacrificios ni deidades de aspecto temible.
Una buena muestra de estas deliciosas expresiones artísticas las podemos apreciar en la antigua hacienda de Nogueras, ahora convertida en museo y centro cultural que custodia la Universidad de Colima. Aquí vivió el artista de la localidad Alejandro Rangel Hidalgo, quien es famoso por sus muebles de cedro rojo, con reminiscencias españolas y decorados al óleo.
La visitamos guiados por Rogelio Pizano, presidente de la Corresponsalía del Seminario de Cultura Mexicana. Fue el anfitrión de la conferencia que impartí en la hermosa casona que actualmente es la sede del Archivo Histórico, donde nació en 1940 la Universidad Pública de Colima.
De Nogueras nos dirigimos a Comala, primorosa población que en los portales que rodean la plaza principal alberga los famosos botaneros
. En las mesas de los portales se saborean las botanas preparadas con productos del lugar, como quesillo ranchero, panela y crema. No se puede perder los ponches, preparados con una mezcla de aguardiente de caña o licor con agua, azúcar, café, cacahuate y otras frutas; el especial es el de granada.
Para un buen almuerzo, muy cerca se encuentra Suchitlán, encantador pueblito que conserva valiosas tradiciones. De entrada las calles empedradas y las casas de techo de teja roja. Aquí se elaboran máscaras talladas a mano en madera, decoradas con largas cabelleras y barbas, pintadas de brillantes colores que se utilizan en fiestas de temporada.
En uno de los restaurantes de los portales ingresamos a un exuberante jardín con cafetos para degustar un exquisito almuerzo, por supuesto, acompañado de un excelente café.
En la ciudad de Colima disfrutamos la gastronomía regional y la belleza de lugares como la plaza principal, que luce en su entorno construcciones magníficas del siglo XIX. Destacan la catedral de estilo neoclásico y el Palacio de Gobierno. Otros lugares de valor arquitectónico son: el teatro Hidalgo, el templo de San Francisco del Pilin, fundado en 1554; la Casa de la Cultura, con una increíble biblioteca, sala de exposiciones, auditorio y talleres de diversas actividades artísticas.
Entre los platillos colimenses más representativos están los sopitos que son pequeñas tostadas cubiertas con picadillo y bañadas en jugo
; el pozole con carne de cerdo, que se distingue por ser medio seco, es la merienda tradicional. Hay una variedad de tamales: pata de mula –de frijol, envueltos en hoja de maíz, no en totomoxtle–; los de carne y de elote tierno. Estas son algunas de las sabrosuras que se pueden degustar en las cenadurías
que hay por toda la ciudad. Se deben acompañar de las bebidas tradicionales: la tuba, el bate y el tejuino. Y se acabó el espacio, pero regresaremos a Colima.