a discusión pública sobre el drama de la intervención de comunicaciones privadas por parte del gobierno, pronto debe ascender de la dolorosa, justa impugnación, a profundizar en la indignante realidad y sus consecuencias a futuro. Estamos ante un conjunto de hechos que, reflexionando a fondo sobre ellos, develan que coexisten una verdad y dos posibles explicaciones alternas y que de su riguroso análisis debe resultar la normatividad que fije las facultades, ámbitos, limitaciones y control del ejercicio de gobierno para mantenerse legalmente informado.
La verdad aludida es enfatizar la ausencia actual de la función de dirección de la inteligencia, una tarea clave omitida en el Sistema Nacional de Inteligencia que Peña Nieto anunció en su Programa de Seguridad Nacional, (3. Modelo de Seguridad Nacional. B. Construcción del Sistema Nacional de Inteligencia). Como es necesario subrayar, la dirección de toda actividad es una tarea imprescindible. En el caso de la inteligencia, su dirección debe proponer la política correspondiente, determinar las necesidades, ordenar su satisfacción, controlar que las operaciones consecuentes para que, además de eficientes, sean respetuosas de los derechos humanos. Debe además promover la profesionalización de los servicios. En el caso actual de la inteligencia política, en ausencia de la función de dirección no puede suponerse que haya una definición de necesidades, objetivos, diseño y control de los actores del esfuerzo de inteligencia y sus consecuentes operaciones. ¿El resultado? El caos creado por un contexto criminógeno que se articula a manera de una crisis como la que vive el gobierno actual.
Las dos posibles explicaciones alternas son a la par dramáticas como se verá: 1. Si el alto gobierno, por lo menos el Presidente y el secretario de Gobernación, ordenaron o conocieron que las hoy víctimas del espionaje fueran incorporadas a la lista de abonados al sistema de intercepción de comunicaciones o bien que, 2. Operadores de menor jerarquía o sin ninguna, pudieran de su propio arbitrio definir quiénes serían las víctimas de esa violación a su privacidad, sin tener derecho a tomar decisiones en virtud de su falta de jerarquía, criterio y facultades para ello.
Si el alto gobierno, Presidente o secretario, definió o simplemente supo a quiénes había que espiar y de ello resultó la cauda de violaciones que se han descubierto, el hecho demostraría una vergonzosa falta absoluta de ética y perspicacia política en el ejercicio del poder, lo que ubicaría a sus actores en el perfil fascista de los políticos que tanto criticamos en el pasado latinoamericano.
Si quienes adoptaron tan estúpidas determinaciones fueron los enanos del conjunto, ello revelaría la ausencia total de reglas y mecanismos limitantes de actuación, legales, racionales, controlables y controlados. El resultado, además del acto delincuencial, sería una muestra de la grave descomposición interna en un área tan sensible del aparato que dice gobernarnos. Un acto propio de primitivismo en la forma de ejercer la fuerza, que no el legítimo poder.
Las personas o entidades agraviadas, nacionales o extranjeras, deben seguir vigorosamente exigiendo se castigue por la vía que corresponde, que es la penal, a quienes, de cualquier jerarquía, resulten responsables por haber sido autores intelectuales o materiales, se sancione a quienes supieron de los ilícitos y los alentaron o toleraron y a quienes debieron haberlos detectado y no lo hicieron. Un castigo ejemplar es inexcusable en este universo de la impunidad tan del ánimo del Presidente. El desenlace de las justísimas indignaciones requiere ser pronto enriquecido con la expedición de reglas confiables para que toda gestión de inteligencia política sea delimitada. Es una conclusión forzosa.
Deben definirse en leyes y reglamentos que especifiquen cuáles son los campos de acción de la inteligencia política en lo general y sus fines; quiénes serían los actores sectoriales o institucionales capacitados legalmente con responsabilidades especializadas para el ejercicio de tales facultades, cuáles son sus límites y responsabilidades y cuáles las formas de su control por los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial y la participación social en la vigilancia de éstos. Hasta hoy quienes de acuerdo con la ley debieran ser vigilantes nada han vigilado y las entidades a ser vigiladas lógicamente han eludido cualquier acción sobre ellos, vivimos las consecuencias.
Dejar las cosas en la justa indignación, en la queja o sólo en la sanción política pronto se advertirá que fue infructuoso. Un ejercicio regulatorio firme, de gran confiabilidad debe hacerse de inmediato, los procesos electorales próximos son campo propicio para que se repitan los equívocos de hoy. Urge una enmienda trascendente a las causas de la indignación actual. Lo hoy vivido no puede repetirse. Sólo la ley lo garantiza.