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La renovación social hoy
E

n 1990, con la caída del muro de Berlín, se fueron a pique los vestigios más importantes de un mal socialismo implantado en la URSS desde 1917. El hecho más negativo fue el establecimiento de un régimen vertical y autoritario, por tanto, profundamente antidemocrático, que se tragó desde el primer momento casi todas las promesas liberadoras contenidas en los proyectos de Marx y Lenin que se convirtieron, prácticamente, en su contrario, bajo la dictadura de Stalin, y que negaron las posibilidades reales de un socialismo democrático, antípoda del régimen estaliniano. Socialismo democrático, que fue una de las ideas centrales durante años de los clásicos mencionados antes, pero agreguemos el nombre de León Trotsky, coautor de la revolución bolchevique de 1917 y opositor contumaz de Stalin, lo que lo llevó a su asesinato en tierras mexicanas a finales de 1938.

Estas líneas no son sino un leve recordatorio de una parte mínima, pero ciertamente importante, de las aventuras y desventuras que sufrió buena parte de la sociedad humana durante el siglo XIX, que hemos querido recordar para subrayar uno de los episodios más siniestros de la humanidad, y cuyo recuerdo sombrío seguramente es uno de los obstáculos importantes para la resurrección de la idea misma del socialismo, con la fuerza que tenía en los primeros años del siglo XX.

Digamos que el socialismo contenido en las obras de Marx y Lenin, en las sociedades que hicieron la revolución, fue pisoteado dramáticamente por Stalin, al mismo tiempo que recordamos que tales sociedades no fueron precisamente las más avanzadas industrialmente, que debieron ser la patria natural del socialismo, como creyeron Marx y Lenin, sino que más bien se dio en los países que buscaban su plena independencia y el uso también pleno de su soberanía (por ejemplo, Cuba o Vietnam), sin representar, como decíamos, la revolución del proletariado más avanzado, sino más bien, para ellos, las luchas de liberación de sus cadenas coloniales o imperialistas.

Dicho lo anterior, no podemos olvidar que el otro sistema político y socioeconómico vigente, el capitalismo, que también había lanzado al mundo una promesa de futuro de prosperidad y libertades, igualmente falló miserablemente y traicionó la mayoría de sus promesas. De entrada, podemos decir que el capitalismo, desde su inicio, creó una sociedad y una economía con posibilidades diversas, pero constante en la ganancia, sobre todo de algunos grupos privilegiados que se han llevado la tajada del león y que ocasionan desequilibrios políticos y sociales abismales. La explotación seguirá siendo la consigna central del capitalismo.

Por ejemplo, Joseph Stiglitz, el famoso premio Nobel de Economía estadunidense (2001), nos dice: El 1 por ciento de la población disfruta de las mejores viviendas, la mejor educación, los mejores médicos y el mejor nivel de vida, pero hay una cosa que el dinero no puede comprar: la comprensión de que su destino está ligado a cómo vive el otro 99 por ciento. Es decir, las enormes desigualdades a que se refiere Stiglitz tienen también, a mediano y largo plazos, en todas las comunidades, efectos políticos y sociales impredecibles, que no aseguran el bienestar pacificado permanente en el cual seguramente piensan los grupos minoritarios favorecidos en todas las sociedades, sobre todo si los comparamos en número con los condenados de la Tierra a que se refería el argelino Frantz Fanon, en un libro suyo inolvidable.

La cuestión de la desigualdad social, o de las posibilidades de un equilibrio real entre los distintos sectores sociales, naturalmente es extraordinariamente complejo y aquí apenas lo rozamos. Y mucho más complejo cuando lo vinculamos con el concepto de desarrollo económico y social que, desde hace décadas, es uno de los puntos más candentes de las disciplinas económicas y políticas.

Naturalmente, la visión que ha prevalecido es la de que el desarrollo depende primordialmente de la capacidad de ahorro e inversión de las clases sociales ricas, y mucho menos del conjunto social indeterminado. Sin embargo, escuché hace poco la tesis de un muy distinguido amigo economista, el doctor Carlos Obregón, quien elabora un estudio sobre la globalización en sus formas dominantes en la actualidad, en que sostiene que, en realidad, el punto de arranque del desarrollo se encuentra en los sectores medios de la sociedad, que presionan a la inversión renovadora a las clases más adineradas, disparando, digamos, un ­círcu­lo virtuoso en que las clases medias obligan a las altas a invertir e innovar tecnológicamente, creándose entonces multitud de nuevos empleos y, en conjunto, renovándose la sociedad integralmente. No se trataría, como es lógico, de alguna nueva propuesta teórica, sino de la exigencia perentoria de satisfacer nuevas necesidades que tienen sobre todo las clases medias, las que desde hace un tiempo, en su formación lenta pero constante, serían el real motor del desarrollo, mucho más que el indefinido mercado interno sin exigencias especiales. No se trata de la Revolución con mayúscula, pero sí de las presiones sociales que conducen a una innovación profunda de la sociedad, que comienza por ser tecnológica, pero al final de cuentas afecta o configura una nueva sociedad en todas las vertientes, modificando su ethos y comportamiento, en lo cual han ejercido una influencia indudable, por ejemplo las redes sociales e Internet.

Carlos Obregón sostiene además que fenómenos sorprendentes, y a veces casi inverosímiles e inaceptables, como el triunfo de Donald Trump y su comportamiento y sus políticas, o el Brexit, serían un reflejo de lo anterior, situación que en política se traduce en el rechazo de lo establecido y la exigencia de nuevas formas de conducción política y social, aun cuando se desconozcan sus exactos puntos de referencia. El salto al vacío, hacia la entera incertidumbre, parecería más atractivo, según sectores importantes de la sociedad, que lo cierto por conocido, que es rechazado y reprobado por importantes sectores sociales, tal vez sobre todo por los más jóvenes. Seguramente estos sectores seguirán multiplicándose en el futuro.