Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Juegos prohibidos

-A

raceli, no creo que esas heridas te las hayas hecho tú. De seguro fue el maldito de Sixto, pero no lo dices porque le tienes miedo.

–¡No, Rebeca, te juro que no fue él! (En su cama de hospital Araceli se toca la curación que tiene en la frente.) Hace mucho que Sixto no me golpea ni me insulta.

–Entonces ¿quién fue?

–Ya te lo dije: fui yo. Me di de golpes contra la pared. Me entró pánico: quería morirme para no seguir al lado de Sixto.

–No te entiendo. Me dijiste que él ha cambiado, que no ha vuelto a maltratarte.

–Es cierto. Ya sólo juega conmigo, pero no soporto la forma en que me mira ni su risa mientras me ve temblar de miedo. (Sigilosa.) ¿Sabes lo que es verte tirada en el suelo con el pie de tu marido oprimiéndote la cabeza y amenazando con aplastarla como si fuera un insecto? Así estuvo un buen rato hasta que me cansé de implorarle piedad. Sixto oyó mi súplica, me tendió el brazo para ayudarme a levantar, me limpió las lágrimas y me dijo lo que más aborrezco: ‘‘Tontita, escandalosa: sólo estaba jugando.’’

–Araceli: cálmate. Ya pasó, ¿qué haces? (Rebeca gira hacia la puerta.) ¡Ayuda!

Aparece una enfermera y le pide a Rebeca abandonar la habitación.

II

A través de la ventana Rebeca observa a las mujeres que pasan por la avenida y se pregunta cuántas de ellas padecerán en secreto un infierno conyugal. Se estremece al escuchar la voz de su hermana:

–¿Quién está allí?

–Yo, Rebeca. No te asustes. (Toma la mano de Araceli.) Estoy aquí para cuidarte.

–Ese juego no me gusta, ¡no me gusta!

–No estoy jugando.

–Mi marido...

–Sixto no está con nosotras.

–Pero estará, ¡y pronto! (Se incorpora y habla al oído de Rebeca.) Así es él. Me decía que iba a estar lejos porque necesitaba entregar un pedido foráneo pero al cabo de unas horas o a medianoche volvía para sorprenderme y asegurarse de que yo no estaba con nadie. (Aprieta los párpados.) Me quitaba toda la ropa, como si yo fuera un bebé, para comprobar que no escondía algo en alguna parte.

–El muy imbécil ¿qué se ganaba con eso?

–Nada. Era sólo un juego. Inventó muchos para que me divirtiera y no extrañara mi trabajo, ni a mis amigas ni a ti. Odiaba verme triste o llorar. Cuando me lo ordenaba yo tenía que reírme hasta las lágrimas porque si no...

–Si no ¿qué?

–Cualquier cosa: bofetadas, empujones... Luego se arrepentía y me daba regalos. El último fue Piky, mi perrita divina. Lástima que no la hayas conocido. Me gustaba cuidarla y que durmiera con nosotros. Una noche Sixto se enfadó y la sacó al balcón. Le pedí que no lo hiciera: hacía un frío espantoso. Entonces me sacó también.

En la mañana, cuando nos levantó el castigo, me acarició la barbilla y me dijo: ‘‘Nada más porque eres tan linda no maté a tu animal, pero si un día me harta ¡lo cuelgo!’’

–Esas cosas nada más las hace un loco.

–¡Cállate! Detesta esa palabra. Un día que me pidió que hiciera algo le pregunté si acaso estaba loco. Entonces aprendí a golpes cuánto aborrece Sixto esa palabra. Supongo que es por lo de su padre. Ya sabes en dónde murió.

–Lo sé y te suplico que trates de olvidarlo.

–Lo he intentado pero no puedo. Algo sucede en mi cabeza. (Se toca la sien derecha.) Aquí hay mucho desorden pero a veces logro pensar. Después de la noche que pasamos Piky y yo en el balcón se me ocurrió que la única forma de salvarla era abrirle la puerta y dejar que se fuera. Piky no quiso salir. Se tiró al suelo para que le acariciara la pancita: lo hacía siempre que la regañaba y, ¡claro!, era perdonada. Pero esa vez no. La tomé en mis brazos, caminé con ella hasta el viaducto y la solté.

–Araceli, ¿te das cuenta de lo que hiciste?

–Sí, y no creas que no me duele. Cuando regresé a la casa y la encontré vacía, sin los ladridos de Piky, me arrepentí pero ya era muy tarde. Un animalito puede ser una gran compañía: llora contigo, aúlla contigo... (Escucha voces en el pasillo.) ¿Oíste? Es Sixto. No dejes que me lleve, no quiero jugar con él a esas cosas.

–Araceli: tengo qué decirte algo. Sixto se fue.

–¿A dónde?

–No sé. Cuando fui a tu departamento para buscar tu ropa, ya no estaban sus cosas. Dejó todo destruido: los muebles, las cortinas...

–Lo mismo que hizo su padre en su casa antes de que lo lleváramos a la Granja. (Hundiéndose en la almohada.) Era un sitio muy triste a pesar del inmenso rosal. Sólo tenía una flor amarilla, preciosa. Cuando nadie me estaba viendo la arranqué para salvarla de que se quedara allí, sola. (Se toca de nuevo la sien.) Creo que algo anda muy mal por aquí. Mi marido me lo decía y yo me enojaba. Ahora le doy toda la razón.