ncluso si se toma en cuenta el vasto historial de extravíos de la procuración de justicia en el país, no es fácil recordar un mensaje a la sociedad tan ofensivo y aberrante como el que envió ayer la Procuraduría General de la República (PGR), al anunciar que ofrece recompensas hasta de un millón y medio de pesos a quienes den información que conduzca a identificar, localizar, detener o aprehender a los presuntos asesinos de los periodistas Cecilio Pineda Brito, Ignacio Miranda Muñoz, Javier Valdez Cárdenas, Maximino Rodríguez Palacios y Miroslava Breach Velducea, así como a los probables responsables de la tentativa de homicidio contra la informadora Sonia Córdova Oceguera.
Por principio de cuentas, la medida es discriminatoria con la mayoría de periodistas que han sido asesinados o han sufrido ataques criminales en el curso de los sexenios pasado y actual, y resulta inexplicable con base en qué criterios se decidió limitar semejante manera de procurar justicia sólo a seis de ellos. Asimismo, cabe preguntarse con base en qué criterios decidió la PGR tasar en un millón 500 mil pesos el valor de las debidas pesquisas. Lo más grave, a lo que puede verse, los mandos de la institución no han tenido la sensibilidad necesaria para caer en la cuenta de que su ofrecimiento de recompensas parece una evaluación monetaria de la vida de los colegas ejecutados.
Más allá de esos aspectos agraviantes, la publicación en el Diario Oficial de los acuerdos sobre las recompensas constituye una confesión implícita de la incapacidad de las autoridades federales para esclarecer por sus propios medios –que son muchos, a juzgar por los presupuestos que consume la PGR– esos y otros crímenes contra periodistas y de ciudadanos en general a lo largo de la pasada década. Pero el anuncio exhibe, además, la desoladora ausencia de resultados en el trabajo de los gobiernos estatales y de sus respectivas procuradurías o fiscalías estatales, instancias que debieron esclarecer los crímenes, identificar a los supuestos responsables, capturarlos, imputarlos y presentarlos ante una instancia jurisdiccional.
Es estremecedor recordar que el otorgamiento de pagos monetarios a cambio de la captura, identificación o localización de criminales fue una práctica común en el llamado lejano Oeste
de Estados Unidos, debido a la ausencia en esa región de estado de derecho y de instituciones capaces de procurar justicia. De manera inevitable, cabe preguntarse si las recompensas publicadas por la PGR no denotan una ausencia semejante en el siglo XXI mexicano.
Por último, las prácticas de poner precio a la colaboración ciudadana con las autoridades y de alentar la delación son claramente contrarias a los principios éticos y cívicos que debieran imperar en la población e impulsan la destrucción de un tejido social ya gravemente dañado por las consecuencias sociales desastrosas de la política económica, por el imperio de la ley del más fuerte y por la incapacidad gubernamental de frenar la inseguridad y la violencia delictiva que se abaten sobre la mayor parte de los mexicanos.