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Puntos sobre las íes

Recuerdos Empresarios (LIII)

L

a cita era a las 3.

Y muy pocos la respetaron.

Al filo de las 2, los encargados de la seguridad de la plaza nos preguntaron si ya se abrían las puertas porque aficionados y público eran casi muchedumbre, y las peticiones de permitir el paso podían pasarse de la raya.

Tal y como lo he consignado, el trío de tres preguntó por Javier Garfias, y en vista de que no había llegado y dadas las circunstancias, dispusimos que se abrieran las puertas y aún recuerdo que la muchedumbre por poco atropella a Bernardo Fernández, y fue gracias a la oportuna intervención de uno de los vigilantes que las cosas no llegaron a mayores.

Y, a las 3, tal y como lo habíamos prometido, el ruedo se llenó de invitados especiales, de familiares de don Fermín, periodistas, amigos especiales y, obvio, Humberto Peraza, y fue el propio homenajeado quien descubrió la maravillosa escultura, en tanto la entusiasta concurrencia no dejaba de aplaudir y festejar.

Fue algo increíble.

A poco, las asistencias se encargaron de retirar la escultura, en tanto los congregados en la arena se regresaban a sus localidades y el personal encargado de dejar el ruedo en óptimas condiciones trabajaba sin descanso.

Y dieron las 4…

Sonaron parches y metales, vino el despeje, y a poco se abrieron las puertas y aparecieron los seis ases del toreo, que fueron recibidos no con aplausos, sino con verdaderas muestras de júbilo, sabiendo que un cartel como ese no volvería a conjuntarse jamás.

Fue único.

En el centro de los espadas, el Maestro de Maestros y a sus lados, Fermín Rivera, Alfonso Ramírez El Calesero, Jorge Aguilar El Ranchero, Silverio Pérez y Luis Castro El Soldado, quienes al llegar a la barrera fueron recibidos en calidad de ídolos.

Los seis salieron del burladero de matadores para recibir las entusiastas muestras de admiración y cariño de aquella muchedumbre –el lleno fue casi total, con algunos pequeños huecos en las localidades generales–, y como si previamente se hubieran puestos de acuerdo los cinco grandes dejaron solo a don Fermín, y aquello, de tan emotivo que fue, nunca lo he olvidado, máxime cuando algunas lágrimas asomaron en el rostro del saltillense y poco faltó para que Eduardo, Bernardo y menda también soltáramos el trapo.

Y la entusiasta asamblea se hizo sentir, y bien que insistió en que don Fermín recorriera la arena en compañía de la cuadrilla que lo acompañó esa tarde, y ahí sí que la ovación se convirtió en estruendo de casi 45 mil gargantas, sinfonía que parecía no concluir nunca.

Y a torear se ha dicho.

Don Fermín por delante (chispas, cómo se lució con el capote) y, a pesar que la casi totalidad de los asistentes le pidió que banderilleara, tal no era posible, dada su avanzada edad, pero, eso sí, gran señor de los ruedos, provisto ya de muleta y estoque, invitó a sus alternantes a que salieran cerca del burladero de matadores, y ahí les brindó lo que sería su postrer actuación en la plaza más grande del mundo.

Y ahí, cual mudos testimonios –las gráficas no mienten– qué forma de torear con la pañosa, qué manera de correr la mano, todo en un palmo de terreno, y en calidad de magnífico colofón de 24 quilates, llegó con la mano al pelo, fulminado a la res y, lógicamente, a petición popular, las orejas y el rabo.

Una vuelta a la arena, otra más y otra más y saludos, no desde el tercio, sino desde el centro mismo del ruedo de todo un figurón de la fiesta como magnífica persona.

Qué grande fue.

***

Cinco faenones.

No sé qué tantas críticas y ataques habré de recibir al escribir que hoy día, duela a quien le duela, ni remotamente contamos con herederos de aquellas glorias, en ningún sentido.

¡Y duele!

La fiesta fue por un buen número de años, un hervidero de pasiones, una pléyade de apasionamientos y partidarismos, todo lo cual se reflejaba en los tendidos tanto de la capital como en los de provincia, y ello me lleva a recordar el inicio de aquellos magníficos versos de La bella itálica: “Estos, Flavio, hay dolor que ves aquí, campos de soledad, mustios collados…”

***

Con lo que aquella tarde dejaron escrito aquellos cinco maravilloso toreros, habré de continuar.

Hasta entonces.

(AAB)