ara Javier Valdez Cárdenas contar el mundo del narcotráfico, esa sucursal del infierno en la tierra, era como ser un nuevo Pípila cargando una enorme losa sobre las espaldas. Era su tarea como periodista. Para él, era eso o hacerse tonto. “No quiero que me digan –me explicó una mañana de octubre del año pasado en Ciudad de México– ¿qué estabas haciendo tú ante tanta muerte? No quiero que me recriminen: ¿si eras periodista, por qué no contaste lo que estaba pasando?”
Para llevar esa pesada carga a cuestas, recurría al diván del sicoanalista que le ayudaba a administrar el dolor y la tristeza, al cobijo familiar, a los cuates entrañables, a la amistad y calidez de sus colegas, a bailar solo y a los whiskies sin agua mineral ni hielo. Y, cuando el insomnio devoraba sus sueños, echaba mano de algún antidepresivo.
Como le sucede a todos los periodistas que narran el mundo del narco desde sus entrañas, Javier vivía siempre en riesgo, y cuando sentía que el peligro que lo acechaba era demasiado grande, cambiaba sus rutinas, se resguardaba, cuidaba los lugares adonde iba y decía que se dedicaba a chambas diferentes a la de ser reportero o escritor. Igual sabía que, hiciera lo que hiciera, si querían hacerle daño, nada lo iba a salvar.
Personaje que parecía nacido de una novela de Charles Bukowski, autor al que admiraba junto a Rubem Fonseca, César Vallejo y Pablo Neruda, Javier hizo del periodismo y la escritura su vida. No le importó que fuera a ratos una faena desconsoladora y pesarosa. También era su desahogo.
Desde pequeño, la violencia fue para Javier Valdez, como para muchos otros vecinos suyos, parte de su cotidianidad. Creció en medio de ella. Sinaloa, su estado natal, ha vivido casi 100 años alrededor de la droga. El narco se impuso allí como una forma de vida que atraviesa la economía, la política, la justicia, la sociedad y la cultura. Y en los años recientes creció tanto que se metió a todos lados. No es sólo un asunto de los gomeros de la sierra. Viven de él parientes, amigos, padres de los compañeros de los hijos en la escuela, empresarios o la dueña del estanquillo de la esquina en la ciudad.
A los 20 años, en Culiacán, tuvo su primera experiencia amarga con los malosos. “Era muy morro y trabajaba en una marisquería –le contó a Blanche Petrich. Uno de esos cabrones, un bato de sombrero, botas, cinturón piteado, quería que le citara con engaños a una jovencita porque le gustaba. Me amenazó con que si no lo hacía me iba a matar. Yo le platiqué a los dueños. Me dijeron que no me preocupara, que no iba a pasar nada. Y no pasó. Pero ahí conocí el abuso, no sólo contra mí, sino contra la muchacha esa. Y me percaté que yo, frente a una situación de abuso, brinco, me encabrono, me dan ganas de correr y contárselo a alguien. Pero también me di cuenta que no todos reaccionan así, a muchos les vale”.
En ese ambiente, Javier se dedicó al periodismo. Y allí siguió brincando y encabronándose. Durante más de 18 años fue corresponsal de La Jornada y cofundador, hace 14 años, del semanario estatal Ríodoce. Fue, también, a costa de sus fines de semana y días de descanso, un prolífico autor de libros en los que se mezclan su trabajo de reportero con su vocación literaria (escritos, para esquivar las balas, con las herramientas de la ficción), en los que relató historias de vida en medio de la muerte del narcotráfico. Miss narco, Los morros del narco, Con una granada en la boca, Malayerba, Historias reales de desaparecidos y víctimas del narco, De azoteas y olvidos y Narcoperiodismo (su obra póstuma) son algunos de ellos.
Javier vio en sus escritos una misión. “La gente –me explicó– está harta de leer el número de muertos de la semana. Está hasta la madre del tratamiento epidérmico, frívolo e irresponsable de la información. Yo creo que si tú pones en el centro la historia de las personas, volvemos a humanizar, recuperamos la dignidad y la gente puede volver a gritar, a inconformarse, a protestar por esto que está pasando. Es una forma de que, en lugar de rendirse ante la muerte, asuma un papel más consciente, más digno”.
Durante varios lustros, Javier Valdez hizo periodismo en un estado dominado por un solo cártel, el de Sinaloa. El Mayo Zambada tenía el control de las operaciones y el monopolio en el ejercicio de la violencia, y evitaba chocar con el Ejército. Sin embargo, desde hace más de un año –según el corresponsal de La Jornada– comenzó a ganar influencia un grupo de células ligadas a Joaquín Guzmán, muy beligerante, imprudente y frontal
, que probablemente se imponga y abra una nueva etapa de más sangre y fuego. La extradición de El Chapo y las disputas con Dámaso López profundizaron esta tendencia.
Nuestra clase política –alertaba el autor de Malayerba– es hija del narcotráfico, intolerante, peligrosa, poderosa; está coludida con la delincuencia organizada, con criminales de toda índole. La principal amenaza para el periodismo mexicano no es el narcotráfico, sino la clase política. Le temo más al gobierno que al narco.
Cuando su colega Miroslava Breach fue asesinada, Javier Valdez escribió: A Miroslava la mataron por lengua larga. Que nos maten a todos, si esa es la condena de muerte por reportear este infierno
. Ayer al mediodía, en Culiacán, Javier fue interceptado por sujetos armados que le dispararon 12 tiros con dos armas distintas y lo despojaron de su camioneta por atreverse a contar la vida en medio de la muerte.
Twitter: @lhan55