omo cada tres años, la elección de las autoridades de la comunidad lacandona del próximo 16 de mayo está cruzada por muy distintos y poderosos intereses, la mayoría ajenos a los pueblos indígenas que la habitan.
Desde su creación por decreto presidencial en 1971, que le dotó de 614 mil 321 hectáreas en beneficio de 66 familias, la comunidad lacandona fue considerada esquirol de los movimientos y organizaciones indígenas, e incondicional frente a las decisiones del gobierno. El decreto constituyó la comunidad agraria más grande del país, una suerte de latifundio social, mientras que dejó sin tierra, ni derechos a más de 3 mil familias choles y tzeltales que habitaban la selva, y que en muchos casos estaban legalmente integradas como ejidos, con resoluciones presidenciales anteriores al decreto. Siete años después, el gobierno tuvo que reconocer como legítimos propietarios a los tzeltales y choles que habitaban la región antes que los lacandones, y que fueron forzados a reubicarse y formaron las comunidades de Nueva Palestina y Frontera Corozal. El número de comuneros aumentó a mil 678, de los cuales sólo 13 por ciento son lacandones. A pesar de su amplia mayoría, los tzeltales y choles eran comuneros de segunda, pues de acuerdo con el viejo y discriminatorio estatuto comunal, la autoridad siempre debía mantenerse en los lacandones auténticos
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Durante casi 40 años, los lacandones fueron utilizados por el Estado para realizar el trabajo sucio de demandar el desalojo de las comunidades que rechazaron reubicarse y de otros habitantes de la selva calificados como invasores. Aceptaban incondicionalmente estrategias gubernamentales y la operación de proyectos comerciales o ambientales. Esto provocó violentos conflictos con los pueblos de la selva. Pero en 2008, por mandato de su asamblea, decidieron cambiar de política e impulsar un proceso de paz con las comunidades vecinas.
Chankin Kimbor Chambor es un joven lacandón que ocupó la presidencia del Comisariado de Bienes Comunales entre 2011 y 2014. Él, junto con las demás autoridades comunales se dedicaron a impulsar acuerdos de reconciliación con las comunidades asentadas en las tierras dotadas a la comunidad lacandona, para que pudieran mantener su posesión a cambio de cuidar juntos la selva. Lograron firmar acuerdos con 43 ejidos que el Estado consideraba irregulares y amenazaba desalojar, pero al intentar formalizarlos se toparon con la negativa de las autoridades agrarias y ambientales.
Los lacandones constataron que a pesar de mantener la propiedad de la tierra, las decisiones que toman sobre ella están condicionadas al haber sido decretadas por el Estado como áreas naturales protegidas. Por un lado, el Estado no acepta los acuerdos agrarios para compartir el territorio con las comunidades vecinas, pero apoya el control de las reservas naturales que están en su tierra por agentes externos.
El escándalo fue mayúsculo cuando en 2014, por primera vez, el voto de la asamblea eligió como autoridad a un tzeltal, para cumplir el cargo hasta 2017, a pesar de la oposición de las autoridades agrarias oficiales.
La insubordinación a los intereses del gobierno de los comisariados lacandones que apostaron por la paz, al restituir los derechos comunales a tzeltales y choles, y los derechos a la tierra de las comunidades que habitan la selva, les ha costado muy caro. El gobierno logró nuevamente dividir a muchos grupos lacandones, que no quieren perder su derecho de exclusividad sobre la selva frente a otros pueblos indígenas, y durante estos tres años anteriores el ex comisariado, su consejo y sus familias, han sido perseguidos y amenazados por el gobierno y personas desconocidas; han sido despreciados y hostigados en sus propias comunidades, acusados de ser zapatistas, ecocidas y contrarios al pueblo lacandón.
El esfuerzo realizado en los pasados nueve años, desde dentro de la comunidad lacandona por democratizar la participación, tener autonomía y vivir en paz está nuevamente en peligro ante el cambio de autoridades.
La Lacandona, como escribió el gran historiador Jan de Vos, es Una tierra para sembrar sueños. El sueño de Chankin es: restituir los derechos usurpados a los pueblos indígenas que comparten el territorio de la selva Lacandona para cuidarla juntos. Esperemos que este sueño se acerque a la realidad.