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¿La Fiesta en Paz?

Las amenazas son internas; la autocomplacencia, de la élite

N

o imaginan los malos taurinos cómo se parecen a los malos políticos. Orgullosos de su mediocre desempeño, satisfechos de su corta percepción de las cosas y alardeando de una excelencia que desconocen, con sombrero ajeno y complicidades importadas, saludan a una sociedad que, tras años de descalificarlos, en el fondo los detesta, aunque apenas la dejen expresarse.

Todo sistema está compuesto de subsistemas que, en mayor o menor medida, se corresponden entre sí y con el suprasistema, que impone valores y directrices al resto del sistema. Si ese sistema, que se pretende democrático, carece de métodos inteligentes para ejercer el poder en términos de las necesidades de la ciudadanía y los reduce al interés de algunos sectores, el resto de los sistemas comportan procedimientos similares, si no es que se vuelven calca del sistema que los rige.

Si no hay un liderazgo político consistente, con rumbo definido y metas comunes y comprometidas, ¿por qué habría de haberlo en materia taurina? Si el mercado internacional determina la mayor o menor productividad en el país, ¿por qué el mundo de los toros tendría intención de privilegiar la bravura, fomentar competencias y estimular a toreros con cualidades? Si los responsables de una economía con alfileres son fuerzas del exterior y el coco Trump, ¿por qué asumir la tauromafia su responsabilidad en el descenso del espectáculo?

Antes que partidos impresentables y legisladores oportunistas, antitaurinos, una posmodernidad mal entendida y peor asimilada, así como unas autoridades sometidas a lo políticamente correcto, la fiesta de los toros acusa los efectos de un sistema político-ideológico caracterizado por una democracia endeble e individualista, medios condicionados, neoliberalismo dependiente, corrupción a todos los niveles y reducción al mínimo, acorde con el modelo impuesto por el suprasistema, de exponentes genuinos de expresiones identitarias, toros y toreros incluidos.

Sevilla, entre otros rasgos, posee el de la autocomplacencia. Sus prestigiados pregoneros anuales con motivo de la feria no hacen sino amontonar alabanzas a su estatura histórico-taurina y a la grandeza, en abstracto, de la tauromaquia, al tiempo que advierten sobre las amenazas, externas, claro, que se ciernen sobre la fiesta. Ni con el pétalo de un adjetivo señalan desviaciones, mansedumbres, abusos, fraudes, imposiciones de figurines, complicidades de empresas, relevos lentísimos y alcahuetería de los medios. Como en política, los responsables son los otros.

Recién se efectuó en Sevilla una mesa de análisis con personalidades convocadas por la Fundación de Estudios Taurinos bajo el título La tauromaquia, ¿amenazada?, y entre filósofos y antropólogos franceses, tratadistas, criadores y diestros españoles –las colonias del Nuevo Mundo pagan, no opinan–, sólo dos participantes apuntaron con tino. La matadora en retiro Cristina Sánchez aseveró: “El toreo vive de espaldas a la sociedad… le ha faltado seguir el devenir de ésta; se requiere un análisis en términos empresariales que determine las debilidades, amenazas, fortalezas y oportunidades del sector”.

Y Victorino Martín, el prestigiado ganadero madrileño, al referirse a la reiterada y en apariencia incorregible crisis de la fiesta aludió a un proceso de sajonización, precisamente como el toro de entra y sal, repetidor pero sin emoción, exigido por los figurines españoles para pegar pases y ofrecer faenas agringadas, de supermercado, de consúmase y tírese, le faltó añadir.