o sé a quién se le ocurrió bautizar a Daniel Mordzinski como el fotógrafo de los escritores, pero no hizo sino confirmar una verdad muy obvia. Si jugáramos a la rayuela con las palabras, como le gustaba a Julio Cortázar, yo diría más bien que Daniel es un escritor fotógrafo, que usa la cámara como si fuera la pluma para escribir y describir cuerpos y rostros, situaciones, momentos, perfiles, rasgos, que deja para la historia con una precisión que asombra, y que serán claves para determinar en el futuro, digamos dentro de un siglo, quiénes eran y cómo eran los escritores de este traslape de milenio tan incierto, y tan lleno de descubrimientos tecnológicos, pero también de horrores.
Gracias a la iniciativa de Acción Cultural Española, ahora viaja por América una gran exposición de sus fotografías de escritores hispanoamericanos, Objetivo Mordzinski, compuesta por cerca de 220 retratos. Se abrió por primera vez en San Juan, Puerto Rico, en marzo del año pasado, con motivo del Congreso Internacional de la Lengua; siguió a Buenos Aires temprano de este año, se halla ahora en el Museo de Arte de San Salvador, donde pude verla, y luego seguirá hacia Managua, para ser presentada a finales de mayo dentro de Centroamérica Cuenta, el encuentro internacional de escritores que celebraremos por quinta vez.
En la muestra también hay vitrinas donde se exhiben los instrumentos que a su vez nos cuentan la historia de su oficio: cámaras que son ya verdaderas piezas de museo, rollos de película, tiras de negativos, copias de contacto… todo lo que se llevó el viento de la era digital. La historia dentro de la historia, o los instrumentos con que empezó a contar sus historias, que es la historia de todos aquellos que nos dedicamos a escribir, en cualquier parte del mundo y en cualquier idioma.
Posar no es la palabra que yo usaría cuando uno se deja fotografiar por Daniel. Posar es aburrido, escuchar el clic de la cámara repetirse una y otra vez. Con él es asunto de magia, alguien que busca el instante, lo encuentra, y lo detiene. Cada escritor retenido, o congelado, en una circunstancia que él inventa cada vez, siempre lleno de apuro, y entonces esa circunstancia se vuelve extraña y atractiva, y es lo que el espectador verá al acercarse a la foto.
Vamos caminando por una calle de Arequipa, hallamos el portón del convento de Santa Catalina donde los porteros ya lo conocen, entramos a una de las celdas de las monjas enterradas en vida, encuentra el ángulo, el tono de luz, te coloca donde él ha elegido, y un segundo después oyes que dice sus palabras rituales gracias señores
, y todo se acabó. O en Nicaragua, donde subimos hasta el cráter del volcán Santiago, y la cámara me mira de lejos, rodeado de desolación.
Como en la escritura, las fotos de Daniel son un asunto de invención. Hay que imaginar antes lo que va a ocurrir en la foto, como si fuera una página en blanco. Y los escritores fotografiados deben someterse a un juego imprevisible, cuyos resultados aleatorios sólo él conoce, y ya sabes que lo tiene todo cuando sonríe al asomarse al visor.
Así tendremos a Elmer Mendoza convertido en un combatiente de la División del Norte de Pancho Villa, las cananas cruzadas en el pecho y el sombrero al desgaire; a Héctor Abad Faciolince, a caballo, como un finquero cualquiera de Jericó, en su tierra de Antioquia; o a Juan Gelman tocando el bandoneón como si fuera el mismísimo Troilo acompañando al Turco Goyeneche que canta Malena en el ya extinto Caño 14, la catedral del tango.
El retrato que le tomó, siendo adolescente, a Jorge Luis Borges en su despacho de la Biblioteca Nacional, es una foto fundacional, y su opera prima. Se la hizo con una cámara de aficionado que le sacó prestada a su padre, y lo imagino en el cuarto oscuro revelándola, ese misterioso proceso cuyo nombre lo dice todo, revelación, y que pasa ya al olvido, y luego viendo a trasluz el negativo para descubrir la maravilla que había conseguido, un Borges en blanco y negro, como no hay otro, que realza en la oscuridad, igual a la de su ceguera, las manos apoyadas en el bastón que no se ve en el cuadro, pero que la imaginación reconoce como el bastón de Borges.
Su oficio creativo empezó en Buenos Aires con ese retrato hace más de 30 años, y luego se fue al exilio en París al llegar la dictadura militar de Videla. Y allá hizo otra foto imprevista a Julio Cortázar, cuando era un principiante desconocido y se atrevió a invitarlo por teléfono a la inauguración de su exposición, a la que el Gran Cronopio, para su sorpresa, asistió.
Y García Márquez vestido con sus galas blancas de caribeño, sentado al borde de su cama vestida también de blanco, en el dormitorio de su casa de Cartagena, vecina al hotel Santa Clara, el antiguo convento donde descubrieron los restos mortales de Sierva María, cuyo cabello no dejó de crecer nunca. De perfil Gabo igual que Borges, uno de blanco, el otro de negro, Gabo como quien espera en una estación olvidada el tren que va a llevarlo para siempre a Aracataca.
Carlos Fuentes frente al mar y al fondo una palmera solitaria, un mar que cualquiera que fuera sería siempre el mar de Veracruz. Y Mario Vargas Llosa recostado en una cama de hotel, escribiendo a mano a la luz de una vela flauberiana.
Cuando Daniel cuente en un libro la historia de cada foto que ha tomado, será el segundo tomo de su historia de la literatura contemporánea. El primer tomo lo ha escrito ya con su cámara, y en lugar de leerse, puede verse, esos centenares de fotos colgadas en las paredes, como si fueran páginas.
Masatepe, abril 2017
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