a marcha por la ciencia
que se realizó ayer en numerosas ciudades del mundo representó un cabal reflejo de la preocupación que la comunidad científica internacional –más la multitud de hombres y mujeres que sencillamente se preocupan por nuestro hábitat común– experimenta ante la obtusa irresponsabilidad que el poder exhibe frente al conocimiento y la razón.
Como se preveía, las múltiples manifestaciones que en conjunto formaron el gran movimiento de protesta tuvieron distintos matices, definidos por la problemática local de los países participantes. Todos, sin embargo, vertebraron sus inquietudes en torno a la creciente y sistemática desatención que buena parte de los gobiernos muestran cuando de ciencia se trata, actitud que se traduce en falta de apoyo al desarrollo científico, recorte de fondos, cancelación de proyectos de utilidad social, restricciones para dar a conocer descubrimientos que deberían ser de público conocimiento, y especialmente la sustitución de las opiniones científicamente sustentadas, por una burda agenda político-ideológica basada en el lucro.
Dicha agenda tiene en la administración de Donald Trump su ejemplo más acabado, y de hecho fue la nula conciencia ecológica del presidente la que dio origen a la idea de la marcha. Apenas en enero de este año un grupo de investigadores y científicos (mayoritariamente estadunidenses, pero también de otras nacionalidades) se reunió para convocar a una protesta masiva contra la predisposición de Trump y su equipo a negar, en la práctica, cualquier forma de progreso científico que privilegie la vida y el bienestar colectivo. La obtusa insistencia del republicano en negar, por ejemplo, la mera existencia del cambio climático (es una mentira inventada por China
, llegó a decir) ilustra su posición sobre el particular.
La ignorancia de Donald Trump es, además, militante: no conforme con impugnar la evidencia científica existente en torno al calentamiento global, el actual ocupante de la Casa Blanca dispone medidas para combatirla. Al frente de la Agencia Estadunidense para la Protección Ambiental puso a Scott Pruitt, abogado vinculado a la industria petrolera, que afirma que el cambio climático es una patraña; y de paso prohibió a los empleados de ese organismo opinar sobre el tema en redes sociales y hacer declaraciones a los medios. La designación fue más o menos como la de Ben Carson (a quien el presidente nombró secretario de Vivienda), médico negacionista
que se ufana de no creer en la teoría darwiniana de la evolución.
La escasa (y mala) relación de Trump con la ciencia lo ha llevado a formular públicamente declaraciones disparatadas. El mandatario ha defendido, por ejemplo, la idea de que las vacunas son una de las causas principales del autismo infantil, idea que extrajo del también médico Andrew Wakefield, un inglés al que en 2010 el Consejo General de Medicina Británico retiró la licencia por mala conducta profesional. También dijo, en 2015, tener la certeza de que la inmigración es una de las causas que más favorecen la propagación de enfermedades infecciosas, aseveración que, como la anterior, tampoco tiene el menor fundamento.
Resulta alentador, en consecuencia, que el nutrido grupo que convocó a la marcha de ayer (lo componen 220 organizaciones y agrupaciones científicas) haya dado una activa voz de alerta sobre la política de dejar hacer
al presidente estadunidense, porque su decidida enemistad con la ciencia puede en el futuro tener consecuencias catastróficas.